Y ahora, hijitos, permanece en él, para que cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados.
1 Juan 2:28.
Una vez hubo un paraíso aquí. Frutos deliciosos al gusto, al olfato y a la vista crecían en los árboles. El clima era uniforme y contribuía a la salud. El hombre era santo, inocente y feliz, pero llegaron los demonios y lo arruinaron todo. Hoy convivimos con ellos. Todo en la tierra tiene el tufo del mal. En el enrarecido ambiente del pecado los hombres divagan enajenados de Dios.
Anhelamos un mundo mejor. Algún día lo tendremos. Pero nuestro mundo interior puede ser hoy el mejor si Cristo se halla en él. No necesitamos ir al cielo para disfrutar la gloria; basta con hablar con Jesús ahora, porque donde está Cristo, ahí se halla el cielo. Los antros pueden estar llenos, la música seductora puede sonar, las luces del pecado pueden titilar en nuestro derredor, las armas pueden vomitar muerte, pero si Cristo está con nosotros estamos en el cielo.
Es un gran privilegio vivir en un ambiente de paz, la paz de Cristo, y sentir el alma inundada de un gozo inefable, el gozo de su compañía.
Juan el discípulo disfrutó de la presencia de Jesús, y cuando llegó la hora de la crisis, estuvo cerca de él. No le importó el peligro. El instinto de conservación de la vida fue vencido por el amor a su Maestro. Juan fue tras Jesús desde que lo vio junto al Jordán, lo siguió formalmente desde que Jesús lo llamó a ser discípulo junto al mar de Galilea, y fue tras él hasta la casa de Anás. Lo siguió al pretorio, luego por la Vía Dolorosa, y estuvo al pie de la cruz. Le hizo a Jesús el último favor: recibir a María en su casa. Y cuando por amor a Cristo lo echaron en un perol de aceite hirviendo, a Juan no le importo, porque Jesús estaba con él.
Juan vivía en el ambiente del cielo. Jesús creaba ese ambiente, y Juan lo buscaba. Procuremos hoy vivir inmersos en el campo magnético de Cristo, y que se cumpla en nosotros su voluntad.