«Por encima de su cabeza pusieron un letrero, donde estaba escrita la causa de su condena. El letrero decía: “Este es Jesús, el Rey de los judíos»».
Mateo 27:37
-Pilato se lavó las manos en señal de que no era culpable de la sentencia sobre Jesús -dijo el papá-, echó toda la culpa a los dirigentes judíos y al pueblo. Todos gritaron: «Su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos». Lamentablemente, esto se cumplió en la destrucción de Jerusalén.
-No sabían lo que gritaban —comentó Susana.
-Se dejaron guiar por Satanás -agregó Mateo.
-Así fue —continuó el papá-. Jesús fue maltratado, azotado, escupido y bofeteado, pero no se quejó. Caminando rumbo al Calvario no pudo cargar la cruz, estaba débil, no había comido desde la cena del aposento alto. Había sufrido mucho en Getsemaní, no había dormido nada, así que su cuerpo no soportó la carga.
Nadie se atrevía a ayudarle. Cuando pasó por allí un hombre de Cirene llamado Simón se dieron cuenta de que se había compadecido de Jesús; entonces lo cargaron con la cruz. Los hijos de Simón creían en el Salvador, pero él no.
¡Qué bendición fue para Simón cargar la cruz de Jesús! Desde ese momento lo aceptó como su Salvador. Siempre estuvo agradecido por esa oportunidad. Entre la muchedumbre que seguía a Jesús hasta el Calvario se encontraba su madre, apoyada en Juan.
Cuando vio a Jesús desmayarse por el peso de la cruz, quiso ayudarlo, pero se le negó ese privilegio. Todavía tenía la esperanza, como los discípulos, de que Jesús demostraría su poder. Cuando los ladrones fueron colocados en la cruz, opusieron resistencia; Jesús, en cambio, dejó tranquilamente que traspasaran con clavos sus manos y sus pies.
Le pusieron un letrero que decía: «Jesús, el Rey de los judíos». Eso no gustó a los dirigentes judíos y pidieron que lo quitaran, pero Pilato no accedió. Dios había dirigido todo para que así fuera.
Tu oración:
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¿Sabías qué?
Poco después, Pilato perdió su puesto, y vivió con remordimientos hasta que puso fin a su vida.