«¿Crees, rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees”. Entonces Agripa dijo a Pablo: «Por poco me persuades a hacerme cristiano»
Hechos 26: 27-28
POR LAS VENAS DEL REY AGRIPA corría sangre mala. Era hijo del Herodes que hizo matar a Santiago y encarcelar a Pedro; y bisnieto de Herodes el Grande, el malvado que reinaba en Judea cuando el Niño Jesús nació. Pero Agripa no tenía por qué ser el siguiente eslabón en la cadena de una estirpe sangrienta. ¿O tenía que serlo?
Nuestro texto de hoy es parte del discurso que el apóstol Pablo dio en presencia de Festo, procurador de Judea, el rey Agripa y Berenice. La audiencia no tenía carácter legal, puesto que ya Pablo, como ciudadano romano que era, había apelado al César (ver Hech. 25: 10-12). Pero cuando Festo le presentó a Agripa el caso de Pablo, el rey mostró interés. «Yo también quisiera oír a ese hombre», dijo. Según dice la Escritura, «al otro día, viniendo Agripa y Berenice con mucha pompa […], por mandato de Festo fue traído Pablo» (vers. 23).
Fue así como, ante los poderosos de la tierra, ataviados con sus mejores galas, apareció en escena la pequeña figura de un hombre encadenado, «preso en el Señor» (Efe. 4: 1). ¡Pero la palabra de Dios no estaba presa! Ese día el anciano apóstol habló en forma poderosa. Habló de sus raíces fariseas, y de cómo, por ignorancia, había perseguido a los fieles seguidores de Jesús de Nazaret. Habló de su conversión, y del Mesías que había de padecer, morir y resucitar, para salvación de judíos y gentiles.
Mientras él hablaba, el Espíritu de Dios convencía a los presentes «de pecado, de justicia y de juicio». Entonces, desde su asiento, Festo interrumpió: «¡Estás loco, Pablo!», grito. «No estoy loco, excelentísimo Festo -respondió Pablo- sino que hablo palabras de verdad y de cordura. El rey, delante de quien también hablo con toda confianza, sabe estas cosas» (Hech. 26: 25-26).
Ahora le tocaba a Agripa reaccionar. Dirigiéndose a él, Pablo lo emplazó: «“¿Crees, rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees”. Entonces Agripa dijo a Pablo: «Por poco me persuades a hacerme cristiano»». La dorada oportunidad estaba delante de él. Podía, en ese momento, ponerle fin a la cadena de crímenes e inmoralidades que había aprisionado a su familia. Y suyo habría sido el perdón divino, pero Agripa «poniendo a un lado la misericordia ofrecida, rehusó aceptar la cruz de un Redentor crucificado» (Hechos de los apóstoles, cap. 42, p. 324). ¡Cuán triste su decisión! Pudo romper la cadena, pero prefirió ser el siguiente eslabón.
Hoy una nueva página se abre ante nosotros. ¿Qué escribiremos en ella? ¿Romperemos la cadena de fracasos, o seremos el siguiente eslabón? ¡Hoy es el día! ¡Por el poder del Espíritu Santo, comencemos a escribir hoy una historia que glorifique el nombre del Señor Jesucristo!
Padre celestial, con el poder de tu Santo Espíritu, comenzando hoy, resuelvo romper la cadena de pecado que me quiere aprisionar.