A todos los que llevan mi nombre, a los que yo creé y formé, a los que hice para gloria mía.
Isaías 43:7
Érase una vez una sustancia gelatinosa informe que, después de millones de años, comenzó a descomponerse y, con eso, pasó a tener diferentes colores. Sin que nadie hiciera nada, estos colores comenzaron a moverse y formaron el retrato de una mujer que sonreía enigmáticamente.
Mucho tiempo después, alguien encontró este cuadro, que no indicaba el autor, lo puso en un marco y lo llamó Mona Lisa.
Por supuesto, esto no tiene ningún sentido. Esta obra maestra del arte nunca habría existido si Leonardo da Vinci no la hubiera ideado y ejecutado. Si esto es cierto para una imagen, ¡cómo no lo será para el universo y el surgimiento de la vida!
Solo para que te hagas una idea, un impulso nervioso enviado por el cerebro puede alcanzar unos impresionantes 360 kilómetros por hora; el cuerpo humano adulto tiene más de cien mil millones de células; nuestra nariz tiene más de cinco millones de receptores olfativos; el corazón bombea unos cinco litros de sangre por minuto, es decir, siete mil doscientos litros de sangre al día.
Tal precisión y complejidad no podrían haber surgido sin una mente poderosa y creativa. Nuestro cuerpo fue creado por Dios. No salimos de una sopa primaria de moléculas ni evolucionamos a partir de seres inferiores.
No somos fruto de la casualidad, sino diseñados en detalle por Dios. Eso hace toda la diferencia. Significa que Dios es nuestro Padre, nos cuida y quiere que vivamos para siempre con él. Nunca olvides tu origen: ¡fuiste hecho por las manos de Dios!