Fueron, pues, acabados los cielos y la tierra, y todo lo que hay en ellos. El séptimo día concluyó Dios la obra que hizo, y reposó el séptimo día de todo cuanto había hecho.
Génesis 2:1, 2
El sexto día se finalizó la creación de los cielos y la tierra, y no fue de cualquier manera. La expresión “todo lo que hay en ellos” se traduce en versiones antiguas como “todo el ejército de ellos”. La palabra “ejército” (Sebaot) nos suena extraña en este contexto, porque la asociamos con lo militar, pero debiéramos entenderla como una pluralidad ordenada.
Cuando observamos las formas de un brócoli, los fractales de un árbol, la simetría de un copo de nieve, la nervadura de una hoja, el caparazón de un Nautilo, la formación de las nubes o la trayectoria de los planetas, no hay duda: hallamos orden. El universo es un espacio ordenado y con un diseño espectacular.
No es de extrañar que Moisés lo resumiera con una palabra tan precisa, tan necesaria. La Creación, sin embargo, no concluye ese día, porque la Creación va más allá de lo material. Al séptimo día le tocó la creación del tiempo, aquella magnitud que no se atiene a formas y que nos iguala a todos.
El sábado, por tanto, es el momento del cese de lo cotidiano para disfrutar de lo realizado y celebrarlo con el verdadero Hacedor. El sábado nos equipara como criaturas ante Dios. Para el sábado no hay razas, ni estatus ni géneros, porque es el momento del encuentro con Dios y a Dios le gustan los colores, los talentos y la variedad.
Con relación al tiempo, todos tenemos la misma medida ante el Creador. El sábado es el momento en que abandonamos la producción para disfrutar de la relación. Durante seis días abarcamos el mundo y sus espacios, el sábado abrazamos a Dios y la eternidad. Porque la medida, con Dios, se multiplica hasta el infinito. ¡Ojalá todos los días fueran sábado!
Era el sexto día de una semana de pasiones. Se hallaba tendido de una cruz cuando gritó: “¡Consumado es!”, y las huestes celestiales hicieron silencio. Llegó el sábado más largo de la historia, porque la maldad se había desmedido; porque la desconexión entre lo humano y lo celeste parecía triunfar; porque no es justa la medida de que muera un inocente.
Pero, tras el descanso, volvió la luz al Universo, el orden venció al caos, el tiempo volvió a ser abrazo de eternidad. Cristo resucitó.
Jesús, Creador y Redentor, te susurra con la sabiduría de las gentes de bien: “Para buena vida, orden y medida”.
¿Qué le respondes?