Y su misericordia es de generación en generación a los que le temen.
Lucas 1:50
Dios esperó durante cuatro mil años para confiarle a una mujer la tarea de ser la madre de su Hijo. Desde que se dio la promesa del Mesías, toda madre israelita esperaba que fuera su primogénito.
Cuando María se enteró de que su anciana prima Elisabet también estaba esperando un hijo, decidió visitarla y contarle su secreto. Necesitaba comprensión y ayuda. Bendecida eres si cuentas con amigas para compartir tus angustias.
Bienaventurada la joven que busca consejo de las mayores. Sé tú esa amiga: “El Señor creó al hombre para la sociabilidad, y es su propósito que estemos imbuidos de la naturaleza bondadosa y amable de Cristo, y que por medio de la amistad nos unamos en íntima relación como hijos de Dios” (2MCP, p. 260).
María y Elisabet tuvieron un maravilloso encuentro. De inmediato se sintieron unidas por el amor y un deseo común de alabar a Dios. Elisabet profetizó: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (Luc. 1:42).
María respondió con un canto, conocido como el Magníficat, que significa “engrandece”, y es la palabra latina con la que comienza el canto. Es uno de los himnos más sublimes de la literatura sagrada. Posee cuatro estrofas: agradecimiento por haber sido escogida (Luc. 1:46-48); alabanza al poder y la santidad de Dios (vers. 49, 50); confesión de la verdadera grandeza de Dios (vers. 51-53); y agradecimiento a la eterna fidelidad de Dios (vers. 54, 55) (ver 5CBA, pp. 670, 671).
Temerosas ante la magnitud de la misión, María y Elisabet se consolaron mutuamente. “Sea tu conversación acerca del que vive para interceder por ti ante el Padre. Que la alabanza a Dios esté en tus labios y tu corazón cuando estreches la mano de un amigo. Esto atraerá sus pensamientos a Jesús” (CC, p. 121).
María fue ministrada por la amistad, la conversación y los cantos. Nada tiende más a fomentar la salud del cuerpo y el alma que un espíritu de gratitud y alabanza. […] Puede suceder a menudo que la mente de ustedes se nuble de dolor. […]
Es una ley de la naturaleza que nuestros pensamientos y sentimientos resultan alentados y fortalecidos al darles expresión. […] Si diéramos más expresión a nuestra fe, si nos alegrásemos más de las bendiciones que sabemos que tenemos –la gran misericordia y el gran amor de Dios–, tendríamos más fe y mayor gozo. […]
Nunca debemos olvidar que somos hijos del Rey celestial, hijos e hijas del Señor de los ejércitos. Es nuestro privilegio confiar reposadamente en Dios” (MC, pp. 194, 195).