Todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejarnos la gloria del Señor como si fuéramos espejos.
2 Corintios 3: 17, NBV.
Se cuenta que, en una ocasión, el renombrado pintor español Salvador Dalí visitó un hospital psiquiátrico en busca de un loco que le sirviera de modelo. El director de la institución le iba explicando quiénes eran los reclusos. Abría la puerta de una celda y decía: «Este cree que es Napoleón» . A lo que Dalí contestaba que eso no era nada novedoso ni interesante. En otra celda le mostraba al demente y le explicaba que ese afirmaba ser Nerón.
Continuaron su recorrido sin encontrar a nadie que despertara el interés del pintor. Sin embargo, cuando el director abrió una de las últimas celdas, Dalí vio un rostro desencajado, con ojos abultados y la cabellera revuelta. Entonces exclamó con entusiasmo: «¡Por fin lo encontré! ¡Este sí que es un loco genial! Nadie podría negarlo» .
Entonces el director le explicó: «Pero señor Dalí, esta celda está desocupada. Lo que sucede es que usted está mirando su propio rostro en el espejo del armario» .
Este incidente nos hace pensar que, aunque fuimos creados «a imagen y semejanza» de Dios, cuando nos miramos «atentamente en la ley perfecta de la libertad» (Santiago 1: 25), percibimos la fealdad del pecado en nuestro rostro espiritual, es decir, en nuestro carácter. Contemplar y seguir el ejemplo de Jesús restaurará en nosotros la imagen de Dios, porque «Cristo nos hizo justos ante Dios; nos hizo puros y santos, y nos liberó del pecado» (1 Corintios 1:30, NTV).
Por tanto, no tenemos que someternos a la esclavitud del pecado, pues «donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Así que todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejamos la gloria del Señor como si fuéramos espejos. Y el Espíritu del Señor nos va transformando de gloria en gloria, y cada vez nos parecemos más a él» (2 Corintios 3: 17, 18, NBV).
Hoy puedes tomar la decisión de reflejar la gloria de Dios en tus acciones y palabras.
«Si lo haces así, te salvarás a ti mismo y salvarás también a los que te escuchan» (1 Timoteo 4: 16).