Hay personas silenciosas que son mucho más interesantes que los mejores oradores.
Benjamin Disraeli.
Había una vez una universidad que tenía el peor equipo de remo del país. En todas las competiciones en las que habían participado, habían llegado a la meta de últimos. Y siempre, sin excepción, los campeones eran el equipo de la otra universidad de su misma ciudad.
Hartos de tanto fracaso, decidieron enviar a uno de sus deportistas a la universidad rival vecina, para que espiara al equipo de remo y descubriera cuál era el secreto de su éxito. Cuando regresó, dijo a sus compañeros: “Ya sé cuál es su secreto. La diferencia entre ellos y nosotros es que ellos tienen solo uno que grita y diez que reman”.
¿Y nuestra iglesia? ¿Tenemos uno que grita por cada diez que reman, o diez que gritan por cada uno que rema? Dicho en otras palabras: ¿somos más los que hacemos algo para avanzar y crecer, o somos más los que criticamos mientras son pocos los que trabajan? Tal vez eso explique por qué no prospera tanto como podría: porque por cada uno que pasa a la acción, hay diez que simplemente hacen ruido, hablando y criticando, pero sin intentar nada (bueno, sí, desmoralizar al que, sin perder tiempo en hablar, decide hacer algo).
En el contexto de la iglesia, el gran secreto del éxito radica en el consejo de Santiago 2:18: “Muéstrame tu fe sin hechos; yo, en cambio, te mostraré mi fe con mis hechos”. Los hechos de los que habla Santiago no son hechos desligados de la fe, sino hechos que brotan de la fe.
¿Qué podría ser más eficaz que un cristiano que, en vez de perder tiempo en palabras —por muy bonitas que sean—, pone su fe en acción? Lo que el apóstol nos dice es que se vean nuestras creencias en nuestras acciones. Debemos pasar de la teoría a la práctica.
Santiago nos da la respuesta por medio de dos preguntas retóricas, es decir, dos preguntas que se responden por sí mismas y que tienen el objetivo de hacernos pensar. Primera: “¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si sus hechos no lo demuestran?” (2:14). La obvia respuesta es: de nada. Segunda: “¿Podrá acaso salvarlo esa fe?” (2:14).
Parece que no (admitir esto da un poco de miedo, ¿verdad?). La fe sin obras es tan inútil que no sirve ni siquiera para convencernos de nuestra salvación personal. “Así pasa con la fe: por sí sola, es decir, si no se demuestra con hechos, es una cosa muerta” (2:17). ¿A quién le puede interesar y de qué puede servir una cosa muerta?
Pasar a la acción afecta dos cosas: la salvación de los demás y la nuestra propia. No nos quedemos sentadas observando o criticando; pasémonos al bando de los que reman sin cesar.
“No seas tonto, y reconoce que si la fe que uno tiene no va acompañada de hechos, es una fe inútil” (Sant. 2:20).