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Silenciando a los duendes

«-Déjenla en paz -dijo Jesús-. ¿Por qué la molestan? Ella ha hecho una obra hermosa conmigo» (Mar 14: 6).

He escrito diez libros. Con un par de excepciones, ninguno ha sido un éxito de ventas. Luego de un fracaso tras otro, la tentación a darse por vencido puede ser muy fuerte. Algunos días, parece que un duendecillo se sienta en mi hombro y me dice: «A nadie le importa lo que piensas No determinas ninguna diferencia. Eres tan patética. Abandona de una vez por todas este negocio ministerial».

En esos momentos recuerdo a María Magdalena. Ella tuvo una idea genial y creativa. Verás, la ley de Moisés prohibía recibir ofrendas de prostitutas, así que una donación en efectivo estaba fuera de las posibilidades. Pero en ningún lado decía que una ex prostituta no podía gastar su dinero en un ungüento exquisito, digno de un rey, y cubrir a Jesús con ese producto glorioso, como preparación para su entierro. «¡Quizás entonces sabrá cuánto lo amo!», se dijo a sí misma. Y salió corriendo a la tienda del boticario, para gastar 40 mil pesos de los ahorros de su vida, en un frasco de alabastro lleno de perfume de nardo.

Al derramar su ofrenda, y muchas lágrimas de gratitud, una habitación llena de «duendecillos» explotó en un coro de: «¿Por qué tanto desperdicio? Está malgastando el dinero de Dios. ¡No puede hacer nada bien!» Algunas traducciones dicen: “la reprendían con severidad” (Mar. 14: 5). Esa palabra, en griego embrimaomai, significa «resoplar con ira». Casi puedo oír los comentarios: «¿Por qué no se dedica a cocinar como su hermana, Marta? Esto es lo que sucede cuando se permite que este tipo de mujer esté aquí».

María no pudo evitar sentir un poco de vergüenza. Al entrever una habitación llena de ojos acusadores, planeó su retirada. Por un momento pareció que los duendecillos ganaban, regordetes y felices por su crueldad. Quebrantada, temblando y sollozando, María apretó sus túnicas contra su cuerpo y…

Una voz sacudió el aire. Esa voz había sacudido montañas, y ahora sacudía las montañas de prejuicios. Esa voz pronunció tres de las palabras más hermosas en toda la Biblia: “Déjenla en paz». Jesús continuó: «Les aseguro que en cualquier parte del mundo donde se predique el evangelio, se contará también, en memoria de esta mujer, lo que ella hizo». La habitación hervía de emoción. No solo los está callando; ¡la está elogiando a ella! Nadie se atrevió a desafiarlo.

Hoy, Jesús ordena a tus duendecillos personales: “Déjenla en paz». Él promete usar tu vida derramada. Él ama tu generosidad temeraria. Deja que resoplen con ira; es todo lo que tienen. Tú, tú tienes un futuro en la eternidad.

JENNFER JILL SCHWIRZER

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