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La mujer sin nombre

Levántate, vete a Sarepta de Sidón, y mora allí; he aquí yo he dado orden allí a una mujer viuda que te sustente.

1 Reyes 17:9. 

Elías, el hombre a quien el Señor había levantado para resistir la maldad de Acab y Jezabel en el reino del norte, ahora estaba en el desierto, escondido, junto al arroyo de Querit. Dios le proveyó alimento por medio de cuervos.

El profeta se quedó en ese lugar, y así se salvó de la amenaza del rey Acab. Pero el arroyo se fue secando “porque no había llovido sobre la tierra” (1 Reyes 17:7). Elías presintió que le quedaban pocos días de vida. Sintió que su vida era como un arroyo seco, que en sí mismo no era nada, simplemente un cauce por el que el agua viva podría correr. Así somos, como el lecho seco de un arroyo, a menos que la Palabra de Dios fluya en nosotras para otros. Solo cuando entendió que su vida era como el lecho seco de un arroyo, como una tinaja vacía, como un cuerpo muerto, estuvo listo Elías para cooperar con Dios.

Ahora, el relato nos lleva a Sarepta y al personaje central de esta historia. ¿Cómo se llamaba esa mujer que recogía leña y amasaba el pan de la mañana y que creyó en el mensajero de Dios, tanto que le dio albergue y el último bocado de pan que tenía? La Biblia no registra su nombre, como sucede con muchas mujeres heroicas anónimas. De algún modo, esas mujeres no eran otra cosa que seres al servicio del hombre, a un costado de los lugares de poder, donde se decide la suerte y el destino de un pueblo. Solo la conocemos por referencia a la ciudad donde vivía: Sarepta. Vamos a llamarla Milagros, porque esa mujer, al descubrir lo más importante en medio de una crisis, al comprender que el hombre que le pedía el último bocado de pan debía ser atendido, generó las condiciones para que Dios actuara mediante un milagro. Ella nos enseña el oficio de ser cristiana.

Puede que en nuestra humana condición femenina reclamemos salir del anonimato, porque merecemos un nombre, una identidad, que jamás debe ser recibida como la migaja de una concesión masculina. Sabemos que la influencia santificada que exhala de nuestro corazón entregado al Señor produce milagros cada día en nuestras familias y comunidades. – FB

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