Cuenta una conocida historia que un hombre pedía limosna en la calle con un cartel que decía: «Soy ciego». Un publicista que pasaba por allí, se fijó en que nadie le había arrojado ni siquiera una moneda, así que se le ocurrió una idea. Sin mediar palabra, le dio la vuelta al cartel y escribió algo. Después lo puso de nuevo en su lugar.
Aquella misma tarde, el publicista volvió a pasar por allí, y fue testigo en primera persona de los asombrosos resultados de su idea: en el platillo había no solo muchas monedas, sino bastantes billetes también. ¿Sabes qué fue lo que escribió el publicista en el cartel, y que hizo que la gente estuviera más dispuesta a dar dinero? Simplemente añadió: «Es primavera, pero soy ciego».
La creatividad es buena a todos los niveles, porque supone no encerrarnos en una rutina, en una sola manera de hacer y entender las cosas, sino abrir la mente a los cambios y las sugerencias que nos hacen crecer.
A veces, nuestras formas, nuestras palabras, son meros mecanismos vacíos de significado y totalmente adaptados al mundo que nos rodea, superficial y pobre de contenido. A eso, creo que Dios se opone. Él nos llama al camino de la sabiduría; a vivir una vida y usar un lenguaje que estén plenos de sentido y coherencia con su Palabra. Pero eso requiere dedicar algo de tiempo y esfuerzo a la reflexión.
El automatismo con el que vivimos debe ser reemplazado por una forma consciente de preguntarnos por qué hacemos lo que hacemos y decimos lo que decimos, y si hemos de seguir haciéndolo. Deben producirse cambios por dentro, en nuestra manera de concebir el mundo, para que se vea por fuera esa transformación. Entonces, brillaremos como el sol (ver Mat. 13:43).
«No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le es grato, lo que es perfecto»
Romanos. 12:2