«Todo ello es absurdo, ¡es correr tras el viento!»
Eclesiastés. 1:14
Dicen que el dinero no compra la felicidad. Yo digo: «Demuéstralo». Dame una tarjeta de crédito sin límite y déjame ver si me hace feliz. Si no, devolveré la tarjeta de crédito.
¿Qué comprarías si tuvieras fondos sin límite? ¿Te comprarías ropa de moda, o quizá una computadora más grande y rápida?
O, ¿por qué no un auto nuevo? O quizá dos… o tres. El sultán de la nación de Brunéi, rica en petróleo, ha llegado a tener cinco mil automóviles. Nadie está seguro del número total, pero saben que incluye un Rolls-Royce enchapado en oro que vale 14 millones de dólares. El sultán ¿era feliz con sus 452 Ferraris diferentes? No lo sé; pero él se deshizo de la mayoría de ellos.
Almelda Marcos, la esposa de un exdictador de Filipinas, le gustaba comprar zapatos. Era famosa por tener tres mil pares de zapatos exóticos en un país donde muchas personas eran demasiado pobres para tener siquiera un par. Quizá comprar los primeros mil zapatos fue divertido, pero me pregunto si comenzó a aburrirse mientras elegía los siguientes mil. Y apuesto a que comprar los últimos mil ya sonaba a trabajo.
Salomón fue otro gobernante que hizo la prueba para saber si el dinero podía comprar la felicidad o no. En el libro de Eclesiastés, escribió: «Me construí casas, me planté viñedos […]. No les negué a mis ojos ningún deseo» (Ecl. 2:4, 10).
A diferencia del sultán de Brunéi de Imelda Marcos, él nos cuenta el resultado del experimento. “Consideré luego todas mis obras y el trabajo que me había costado realizarlas, y vi que todo era absurdo, un correr tras el viento, y que ningún provecho se saca en esta vida» (vers. 11).
Si estás tratando de llegar a ser feliz comprando cosas, Salomón te dice que no te esfuerces. No estoy diciendo que eso es lo que estés haciendo. Pero al que le quepa el poncho… (o el zapato…)