Al que tenga sed le daré a beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida.
Apocalipsis 21:6
Robert Robinson era un niño pequeño cuando su papá falleció. Como el sistema de asistencia social de esa época no estaba muy desarrollado, tuvo que salir a trabajar ya desde muy joven. Sin un padre que lo guiara y disciplinara, Robert comenzó a pasar su tiempo con malas compañías.
Un día, su pandilla acosó a una gitana que apuntó su dedo hacia él y le dijo que viviría para ver a sus hijos y nietos. Esto lo conmovió y pensó “Si voy a vivir para ver crecer a mis hijos y nietos, tendré que cambiar mi estilo de vida. No puedo seguir como ahora”.
Robert decidió ir a escuchar a George Whitefield, un predicador metodista que con su sermón lo concientizó un poco más acerca del pecado. Con el pasar de los años, decidió hacerse pastor también, y en 1757 escribió un himno que expresaba el gozo de su nueva fe. En él, le pedía a Dios que afinara su corazón para cantar de su gracia y que le enseñara los melodiosos sonetos que se entonan en el cielo. Agradecía por la forma en que Dios lo había rescatado y hablaba acerca de su corazón, tan propenso a alejarse del Dios a quien amaba.
Tiempo después, dejó el metodismo y se hizo bautista. Más tarde comenzó a predicar ideas muy controversiales. Aunque aún seguía amando a Dios, se había alejado mucho del estilo de vida piadoso que llevaba.
Se cree que una vez viajaba en un carruaje y una mujer comenzó a tararear el himno que él había compuesto años atrás. Él le confesó que era el autor, y con tristeza y nostalgia rememoró las épocas en que estaba más cerca de Dios. Le dijo que daría mil mundos por volver a esa intimidad con él. La parte final del himno, en su versión original en inglés, es una oración que dice: “Señor, toma mi corazón y séllalo”.
Quizá tu corazón, como el de Robert, es propenso a vagar y alejarse del redil, pero hoy puedes elevar esa misma oración. Ten la seguridad de que Dios la responderá. Él es la fuente de vida eterna y su piedad inagotable se deleita en perdonar.