«Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura»
1 Corintios 1:23
DANIEL BELVEDERE, en su libro Crucifixión, donde se relatan los tormentos sufridos por un crucificado, cita a Martin Hengel. Sus informaciones nos permiten entender que los dolores eran mucho más crueles de lo que podríamos imaginar. Solemos tener una idea lejana de cómo era realmente una crucifixión.
Los pintores y escultores comenzaron a plasmar cuadros de Jesús crucificado mucho tiempo después de que tal práctica de ejecución se hubiera extinguido. Ciertos hallazgos arqueológicos demuestran que los artistas minimizaron la situación real.
Los condenados a la crucifixión primero eran cruelmente azotados. El azote era un instrumento de castigo espantosamente inhumano, que consistía en cuatro o cinco bolas de plomo, unidas a un cabo de madera por medio de cadenas. De cada bola salían pequeños trozos de hierro. Los golpes no solo rasgaban la piel, sino también destrozaban tejidos y músculos. Los verdugos limitaban estos azotes, pues podrían causar la muerte misma, y la intención era producir un dolor más prolongado: los querían vivos y conscientes para sufrir las agonías de la cruz.
Después de los azotes, completamente ensangrentado, el reo era conducido para su ejecución a un lugar público, lleno de curiosos, donde era sometido a escarnio y vergüenza. Era despojado de su ropa y expuesto a la crítica y al ridículo. Los artistas, en sus obras, de manera piadosa y compasiva, cubrieron parcialmente los cuerpos de los crucificados. El Padre, por medio de nubes oscuras, ocultó misericordiosamente la indecorosa escena de su Hijo de los impúdicos ojos de la multitud.
Pero no fueron los azotes previos, ni los tormentos de la cruz ni la lanza del soldado los que le ocasionaron la muerte. A pesar de las humillaciones y del dolor, aún en la cruz seguía pensando y actuando a favor de los demás. Le encargó a Juan que cuidara de su madre, oró por sus malhechores y los perdonó, y dio esperanza para el ladrón que estaba a su lado.
“No era el temor de la muerte lo que le agobiaba. No era el dolor ni la ignominia de la cruz lo que le causaba indescriptible agonía. […]
Su sufrimiento provenía del sentimiento de la malignidad del pecado. […] Sobre Cristo como sustituto y garante nuestro fue puesta la iniquidad de todos nosotros» (El Deseado de todas las gentes, pp. 700, 701).
Si pudieras extender tus brazos como Jesús en la cruz, ¿cuánto tiempo soportarías? ¿Un minuto…? ¿Dos…?
Jesús estuvo seis horas, crucificado, sin poder siquiera limpiarse las gotas de sangre que se deslizaban por su rostro a causa de la corona de espinas. Y todo por amor a mi… a ti… ¡a todos! ¡Que la gratitud y el compromiso sean nuestra respuesta!