Esta será la alianza que haré con Israel en aquel tiempo: pondré mi ley en su corazón y la escribiré en su mente. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Yo, el Señor, lo afirmo
Jeremías 31:33
Para vivir en pacto con Dios tenemos que reconocer que él es nuestro Dios y nosotros somos sus hijos. El resultado de aceptar el agua divina, lo único que nos puede purificar, es un cambio de corazón, una nueva mente. ¿Qué significa esto? Significa que empezamos a pensar como Dios piensa, a ver y entender lo que nos rodea desde la perspectiva divina.
También empezamos a vivir como Jesús vivió en esta tierra. Para que esto sea una realidad en tu vida, tienes que renovar ese pacto con Dios cada día. ¿Cada día? No es algo complicado. Es suficiente con empezar el día hablando con él. Dile que solo no puedes lograr nada y que necesitas de su ayuda.
¡Eso es todo! Jesús lo expresó así: “Yo soy la vid, y ustedes son las ramas. El que permanece unido a mí, y yo unido a él, da mucho fruto; pues sin mí no pueden ustedes hacer nada” (Juan 15:5). Con Jesús todo es posible; y sin él, todo nos parece imposible.
Depender de Dios es el elemento clave. Jeremías ilustra este ideal mediante la naturaleza: “¿Desaparece alguna vez la nieve de las altas rocas del Líbano? ¿Se secarán acaso las frescas aguas que bajan de las montañas?” (18:14).
El profeta menciona una cadena de montañas que tienen nieve en los picos más altos la mayor parte del año. Además de ser un espectáculo natural, habla de la constancia. Nosotros tenemos un ejemplo parecido un poco más cerca: la cordillera de los Andes, que va desde Venezuela hasta el sur de Argentina y de Chile.
En la cordillera hay paisajes hermosísimos, atardeceres increíbles, y nieve hasta gran parte de los meses de verano.
Más allá de la belleza natural, la intención del profeta es enseñarnos la constancia de ese ciclo de la naturaleza: en lo alto no falta la nieve. Así debemos ser nosotros: constantes en buscar a Dios cada día. Podría faltarnos todo, pero no la presencia de Dios.