Así como uno se aprieta el cinturón alrededor de la cintura, así tuve a todo el pueblo de Israel y a todo el pueblo de Judá muy unidos a mí, para que fueran mi pueblo y dieran a conocer mi nombre, y fueran mi honor y mi gloria. Pero no me obedecieron. Yo, el Señor, lo afirmo.
Jeremías 13:11.
Para reforzar el mensaje, el profeta no se limitó a las palabras, sino que representó lo que Dios le dijo. El ideal divino para Israel era que fuera como un cinto. Un cinto se caracteriza porque se ciñe al cuerpo de la persona, pero el pueblo no cumplió con esa característica de unirse al Señor.
¡Qué hermoso es pensar que Dios nos quiere llevar tan cerca de él como un cinto! En la primera visión que tuvo Juan en el Apocalipsis, se ve a Jesús caminando entre candelabros (cada uno representa una Iglesia) y lo vemos vestido así:
“En medio de los siete candelabros vi a alguien que parecía ser un Hijo de hombre, vestido con una ropa que le llegaba hasta los pies y con un cinturón de oro a la altura del pecho” (1:13). Nosotros somos el cinto. No somos un cinto cualquiera, sino uno de oro. Somos un tesoro muy especial para él. Así nos considera el Señor.
En la ilustración, Dios le indicó al profeta que colocara el cinto en la grieta de una roca para que se echara a perder. Ese cinto podrido mostraba la condición de la nación. Esa imagen trasmitió mejor el mensaje que cualquier discurso.
Lo más decepcionante para el Señor es que cuando Judá tuvo problemas, no se ciñeron a él en busca de ayuda, sino que les pidieron ayuda a las naciones vecinas: Egipto y Asiria. Y con esa ayuda humana, aprendían de la idolatría de esas naciones, y la imitaron. Cada día se alejaban más de Dios.
La misma advertencia es para nosotros hoy. Confiar en las personas en lugar de confiar en la Palabra de Dios solo nos alejará del Señor.
Lo más inteligente es vivir tan cerca de él como el cinturón a la cintura. ¡No existe nadie más confiable que nuestro Dios!