Ve si hay en mí camino de perversidad y guíame en el camino eterno.
Proverbios 11:1.
Hay un juego de mi infancia que permanece imborrable en mi memoria. En Andalucía, al sur de España, era muy popular. Lo llamábamos “colache”. Consistía en cruzar una serie de casillas dibujadas con tiza en el suelo que partían de la “tierra” y llegaban al “cielo”.
Durante mucho tiempo pensé que solo lo jugábamos mis amigos y yo. Un día, la profesora de literatura nos pidió que leyéramos un libro que llevaba por título Rayuela. Descubrí que la novela hacía referencia a un juego de Argentina que no era otro que el “colache” de mi infancia.
La cosa no quedó ahí, en mis viajes pude observar que tal juego existía en casi todos los países del planeta: amarelinha en Brasil, “mundo” en Perú, sharita en Marruecos, hopscotch en Estados Unidos, tiàofángzi en China, marelle en Francia, etc. Era como si todas las personas del mundo tuvieran algo en común: querían ser salvos”. De esta forma comencé Un viaje por Kith-Kith, un libro de grupos pequeños para niños.
Lo redacté con el deseo de que, desde su infancia, los menores de nuestras iglesias iniciaran el caminar hacia Jesús.
Un día, un joven matrimonio que trabajaba en el pastorado al norte de Argentina, en medio de la selva, se me acercó y me dio las gracias porque el material había ayudado a muchos niños a encontrar su camino. El comentario me emocionó, porque en esa zona del mundo no es fácil hallar el verdadero sendero de la vida.
La frondosidad de esos bosques se traga tanto una vereda como una manera de ser. El secreto de esa experiencia, sin embargo, no estaba en mis palabras sino en Jesús. Él es el único que cambia los caminos de perversidad por caminos de vida eterna. Él toca los corazones de los niños y los convierte en hombres y mujeres de Dios.
Por ello, no me parece justo que, en las diferentes selvas de esta sociedad, aparquemos a nuestros pequeños delante del televisor o de los videojuegos. No me parece justo que estén presentes en la iglesia pero ausentes de nuestra atención. No me parece justo que desplacemos nuestras responsabilidades a los “profesionales”.
Luego, cuando despiertan a la adolescencia, nos sorprendemos de sus actitudes y eso, además de injusto, es incoherente.
Ayudemos, insisto, a que tengan una relación tal con Dios que confíen en sus promesas para caminar por la vida y hacia la vida. Lo pueden llamar “colache”, “rayuela”, hopscotch o tiàofángzi, pero debieran, al final, formar parte de los salvos. Por favor, no juguemos con este tema.