Mis ovejas reconocen mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen.
Juan 10: 27
Sue paseaba en canoa con unos amigos un sábado por la tarde, por el lago Neenah, en Wisconsin, Estados Unidos. Los únicos sonidos que oían eran el croar de las ranas, el zumbido de las libélulas y los saltos que daban las tortugas al entrar en el agua. De vez en cuando, un par de grullas sobrevolaban haciendo sus graciosos sonidos. Pero aparte de eso y del ruido de los remos, todo estaba en silencio.
Cuando el grupo dobló una curva, una hermosa pareja de ciervos saltó a través del agua poco profunda y desapareció entre la hierba alta y espesa. Sus cervatillos seguían de pie en el barro al otro lado, y empezaron a llorar y a temblar. Los chicos de la canoa se quedaron inmóviles, dejando que la corriente los llevara junto a los cervatillos. Del interior de la hierba alta del otro lado llegaron unos fuertes bufidos. Sue no hablaba el idioma de los ciervos, así que no estaba segura de lo que decían, pero en cuanto empezaron los resoplidos, cesó el llanto de los cervatillos.
Una vez que la canoa se alejó, la cierva volvió a salir de la hierba, cruzó hacia sus cervatillos y los condujo hacia donde esperaba el macho. Tal vez les había dicho: «No tengan miedo, estamos aquí». O tal vez había dicho: «¡Cállense y quédense quietos!». Fuera lo que fuese, los cervatillos sabían que el que hablaba (o resoplaba) sabía lo que era mejor.
Además de escuchar a nuestros padres, tenemos que escuchar lo que nos dice Jesús. Necesitamos conocerlo bien para poder reconocer su voz, porque él utiliza muchas maneras de hablarnos. A veces, es a través de personas, otras veces a través de libros o historias; y, a veces, utiliza el arte o la música. Si quieres escuchar lo que Jesús quiere decirte, dedica un tiempo como este a conocerle mejor cada día.
Joelle.