Pues por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado.
Mateo 12: 37
Mutila y puede matar. Destroza corazones y destruye vidas. Es cobarde, ladina y maliciosa y cuanto más caso se le hace más crece. Cuanto más se repite más se la cree. Reina en todas las esferas de la sociedad, pero sobre todo entre los envidiosos y entre los que más poder ambicionan.
Sus víctimas suelen ser impotentes porque no pueden protegerse de ella. Es anónima y nunca da la cara. Resulta muy difícil frenar sus movimientos. Cuanto más se intenta detenerla más se esconde. No respeta a nadie. Cuando destruye una reputación ya nunca se puede restaurar del todo. Es capaz de derribar gobiernos, de destruir matrimonios y de hacer llorar a los más inocentes. Todos la conocemos: es la calumnia.
Ya decía Cicerón, casi un siglo antes que Cristo: «Nada hay tan veloz como la calumnia; ninguna cosa es más fácil de lanzar, más fácil de aceptar, ni más rápida en extenderse». Y daba el siguiente consejo a las víctimas de quienes se dejan llevar por la tentación a proferirla: «Cuando te hiera la lengua de la calumnia, consuélate diciendo que no son los peores frutos los que pican las avispas».
Mucho antes, la Biblia ya nos enseñaba a orar con el salmista para prevenir la calumnia: «Señor, pon guarda en mi boca, guarda la puerta de mis labios» (Sal. 141: 3).
La calumnia pública es frecuente en el mundillo de la política, cuando la falta de argumentos convincentes se substituye por ataques personales, o ad hominem. «Calumnia, que algo queda», parecería ser el lema de muchos de los portavoces de nuestros partidos políticos. Aunque el dicho popular afirme, sin duda con bastante razón: «Piensa mal y acertarás», el cristiano debe seguir un lema diferente: «Piensa bien, aunque no aciertes» (cf. Fil. 4: 8).
Alguien imaginó cómo podrían ser algunas de las antibienaventuranzas del diablo:
«Desgraciados los que se creen tan santos que solo encuentran defectos en los demás, porque de ellos es ya mi reino.
»Desgraciados los eternos descontentos que se quejan de todo, porque siempre serán escuchados por mis aliados.
»Desgraciados los que tiene hambre y sed de escuchar chismes y embustes, porque nunca serán saciados.
»Desgraciados los malpensados que sospechan de todos, porque serán llamados mis hijos.
»Desgraciados vosotros los que leéis estas líneas y pensáis que solo van destinadas a quienes vosotros sabéis, ¡porque ya estáis cayendo en mis redes!».
Señor, líbrame hoy de condenarme o de condenar a otros con mis malas palabras.