Estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos y lo reconocieron.
Lucas 24: 30-31
Cuando el gran pintor Rembrandt tenía apenas 22 años (1628-1629), con la audacia de su juventud, pintó sobre papel un modesto cuadro de formato menor, pero para mí uno de los más interesantes: Cena en Emaús. Este cuadro se conserva en el Museo Jacquemart-André de París, y no hay que confundirlo con otro mucho más imponente, sobre el mismo tema, que pintó veinte años después y que se encuentra en el museo del Louvre.
El cuadro del joven Rembrandt evoca un aposento modesto, de desconchadas paredes. Cristo aparece sentado al borde de la mesa y su perfil se recorta al contraluz de un supuesto candil que ilumina la estancia. La escena intenta representar el momento en que Cristo resucitado es reconocido por sus discípulos y está a punto de desaparecer.
Su silueta deja adivinar una hogaza de pan todavía en sus manos y, sobre la mesa, varios utensilios humildes: una escudilla, una copa, un plato, un cuchillo y una servilleta. Enfrente de Cristo, uno de los discípulos lo mira estupefacto. El otro apenas se intuye en un primer plano, en una mancha oscura postrada de rodillas a sus pies. En la penumbra de la sala solo los protagonistas «ven» el rostro de Cristo, que para nosotros queda velado por su propia sombra.
Me impresiona el acierto del joven pintor en la interpretación visual del pasaje evangélico y del mensaje que este encierra. Ni el encuentro con Jesús, ni su compañía durante el camino, ni siquiera su palabra explicándoles los pasajes de las Escrituras referidos a él, llevaron a los discípulos a reconocerlo. Solo el gesto de partir el pan les abrió los ojos y les permitió ver al resucitado.
Su estado natural hasta entonces, similar al nuestro tantas veces, era la ceguera. La expresión «les fueron abiertos los ojos» es la usada normalmente para la curación de ciegos (Mat. 9: 30; Juan 9: 10). El rostro de asombro del discípulo que contempla a Jesús y el gesto del que se postra humilde a sus pies hasta tornarse casi invisible en el cuadro también me interpelan.
Nosotros, a menudo, solo tenemos una vislumbre de Cristo a contraluz, en un mundo sumergido en las tinieblas. Y como los discípulos de Emaús, necesitamos reconocerlo en al acto de compartir con nosotros el pan.
Señor, abre mis ojos hoy. Deseo verte en cada acto de amor, en cada bendición recibida.
EN MI CRECIMIENTO ESPIRITUAL