Jesús iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios. Lo acompañaban los doce y varias mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Chuza, intendente de Herodes, Susana y otras muchas que ayudaban con sus bienes.
Lucas 8: 1-3
Desde el principio, Jesús está acompañado por hombres y mujeres que le siguen. De discípulos que él forma para que, tras su partida, continúen su obra. Aunque no se habla mucho de ellas, en su equipo no podían faltar mujeres, ya que, a fin de cuentas, representan, entonces y ahora, el sector más numeroso del género humano.
Jesús sabía que, sin ellas, al evangelio le habría faltado precisamente la voz del mayor contingente de candidatos a la salvación. Nadie mejor que ellas para comprender las necesidades de otras mujeres, sus frustraciones, sus problemas y sus ilusiones.
Nadie mejor para expresar el evangelio en su propio lenguaje, para traducir su experiencia espiritual con la sensibilidad que les es propia, y poder comunicar a otras mujeres los mensajes de un Dios de quien solo habían oído hablar en categorías masculinas.
Y así, la primera persona misionera en país extranjero sería una mujer: la samaritana, una predicadora de éxito fulgurante. Así lo especifica el evangelista Juan, que fue testigo ocular de aquella primera conversión masiva al cristianismo: «Muchos de los samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer» (Juan 4: 39).
Mujeres, encabezadas por «María Magdalena y la otra María» (Mat. 28: 1) fueron también las primeras que recibieron el encargo de proclamar la increíble noticia de que Jesús había resucitado, empezando por sus propios discípulos. El texto dice que «el ángel dijo a las mujeres: «[…] Jesús, el que fue crucificado, no está aquí, pues ha resucitado. […] Id pronto y decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos […]».
Entonces ellas, saliendo del sepulcro con temor y gran gozo, fueron corriendo a dar las nuevas a sus discípulos. Y mientras iban a dar las nuevas a los discípulos, Jesús les salió al encuentro, diciendo: «¡Salve!» Y ellas, acercándose, abrazaron sus pies y lo adoraron. Entonces Jesús les dijo: «No temáis; id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán»» (Mat. 28: 5-10).
Primeras portavoces del evangelio, discriminadas más tarde por tradiciones ajenas a este, las seguidoras de Jesús jamás deberían dejarse desanimar, y deberían seguir siendo portadoras privilegiadas de sus mensajes de esperanza.