El obrero es digno de su salario.
Mateo 10: 10
Cuando vivíamos muy cerca de la ciudad suiza de Ginebra, tenía que pasar muchas veces por delante de la sede de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), un organismo de las Naciones Unidas que se ocupa de los asuntos relativos al trabajo y las relaciones laborales a nivel mundial. Algunos de sus empleados eran conocidos nuestros.
Esta institución, fundada como parte del Tratado de Versalles (1919), y organizada en torno a la Declaración de Filadelfia (1944), refleja la convicción de que la justicia social es esencial para alcanzar una paz universal más o menos estable. Su objetivo principal es la loable tarea de promover los derechos laborales reconocidos internacionalmente.
Entre sus declaraciones fundamentales, encontramos que «la pobreza constituye un peligro para la prosperidad de todos» (I, b), que «todos los seres humanos tienen derecho a perseguir su bienestar material y su desarrollo espiritual en condiciones de libertad y dignidad, de seguridad económica y en igualdad de oportunidades» (II, b) y que «cualquier política y medida de índole nacional e internacional, particularmente de carácter económico y financiero, debe juzgarse desde este punto de vista y aceptarse solamente cuando favorezca, y no entorpezca, el cumplimiento de este objetivo fundamental» (II, d).
Es interesante observar que, casi dos mil años antes, Jesús ya fue un gran defensor de la justicia social aplicada a los trabajadores, sobre la base de las Sagradas Escrituras. Por ejemplo, según las leyes dadas por Dios a Moisés, que Jesús evoca hasta en sus parábolas, el salario debía pagarse cada día (Lev. 19: 13; Mat. 20: 8), priorizando así las necesidades del trabajador por encima de los intereses del empleador, sin desestimarlos. Porque todos, empresarios y empleados, tendríamos que poder disfrutar de la libre elección de una profesión u oficio digno, de realizarnos a través de nuestro trabajo y de recibir una remuneración justa. Y esto, al margen de cualquier preferencia política.
En un contexto espiritual y existencial bien diferente al de Karl Marx (1818-1883), clásico referente de la justicia social en tiempos más recientes, su contemporánea Elena G. White (1827-1915) sostuvo con tanta energía o más el valor inalienable del trabajo y de su digna remuneración: «Cada obrero debe recibir su justa paga» (Evangelismo, pág. 359). «Todos los que trabajan con la mente o las manos son obreros. Y todos cumplen su deber y honran su religión, tanto cuando trabajan en la pila de lavar la ropa o lavan la vajilla en la cocina, como cuando asisten a una reunión administrativa» (El ministerio de las publicaciones, pág. 121).
Señor, gracias por recordarme mis deberes como trabajador y los derechos de los demás a un trabajo, un trato y un salario justos.