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Desamparado

Fui forastero […] y estuve enfermo […] y no me atendisteis.

Mateo 25: 43

El 4 de agosto de 2020 leí en la prensa una noticia que me afligió y sublevó sobremanera.

Eleazar, un joven procedente de Nicaragua que había llegado a España clandestinamente solicitando asilo político, acababa de morir hacía un par de días de un golpe de calor o de un paro cardíaco, en un campo de Murcia, cuando recogía sandías y melones bajo un sol abrasador.

A Eleazar lo habían amenazado de muerte en su país porque se había señalado en algunas protestas contra el régimen despótico de un gobernador. Los esbirros de ese tirano lo llamaban por teléfono en medio de la noche y lo amenazaban con matar a alguno de sus hijos. Tenía cuatro, y su mujer estaba de nuevo embarazada.

Empeñándose con préstamos adquirió un billete de avión para España, donde ya vivía una hermana suya, alertado de que para las cosechas de verano podía encontrar trabajo sin papeles. Y así fue como llegó a tierras de Murcia.

En una foto que le envió a su hermana se lo ve sudoroso y agotado, pero sonriente, en medio de un interminable campo de sandías. En todo lo que abarcaba la vista no había ni un solo árbol, ni un solo cobertizo, ni la menor sombra. Como bien lo describe el autor de la crónica de la que me sirvo: «Es un paisaje despiadado de agricultura industrial. Mientras recogían los melones y sandías, los jornaleros soportaban temperaturas de 44 grados.

Trabajaban desde el amanecer hasta la puesta del sol con media hora para comer que les descontaban del jornal. […] El calor y el esfuerzo de trabajar durante tantas horas doblado sobre la tierra le provocaban desmayos. Llamaba a su hermana por teléfono y se echaba a llorar contándole el trato que recibía de los dueños de las fincas y de los capataces» (Antonio Muñoz Molina, Volver a dónde. Barcelona: Seix Barral, 2021, pág. 151).

El sábado 1 de agosto Eleazar cayó fulminado sobre una mata de sandías. «Nadie llamó a una ambulancia. Tardaron mucho en venir a recogerlo con una furgoneta. […] Lo metieron de cualquier manera en ella y lo llevaron a la puerta de un centro de salud en la ciudad de Lorca. No avisaron a los sanitarios del servicio de urgencias. Dejaron a Eleazar Blandón tirado delante de la entrada y se fueron» (ibid. pág. 152).

Este trato inhumano, por fortuna, no es habitual ni en estas tierras ni entre campesinos. Pero el hecho de que pueda darse un caso así nos alerta de la gravedad con la que Cristo juzga todos nuestros abusos: «A mí lo hicisteis».