«Creo en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renuevo la firmeza de mi espíritu» (Sal. 51: 10).
Sucedió un lunes de mañana, bien temprano; el primer día de una nueva semana laboral. Estaba completamente concentrada en la automática rutina diaria de prepararme para el trabajo, cuando me llamó la atención una toalla de mano que se había caldo al piso. Al detenerme para levantarla y colgarla en su gancho, noté su condición seca, arrugada, dura y difícil de enderezar. La única manera de que la toalla volviera a la condición de suave y sin arrugas, sería lavarla.
Esa es nuestra condición. ¡Necesitamos un lavado y restauración! ¿Cómo podemos permitirnos llegar a estar tan «arrugadas» de pecado, tan insensibles al paciente llamado de nuestro Padre celestial? Después de todo, él dio a su Hijo único por nuestros pecados, con el propósito de que seamos salvos, si tan solo creemos.
Nos olvidamos de la manera en que Dios nos ha guiado hasta el presente. Día a día, ponemos nuestro yo antes que a Dios. Nos engañamos, creyendo que podemos manejar nuestra propia vida. ¿Podemos realmente manejar las alegrías, los logros, las tentaciones, las pruebas y las tribulaciones? Nos volvemos orgullosas en nuestro propio engaño, y no queremos reconocer nuestra necesidad. Entregarnos totalmente a Dios Pega a ser una idea casi —o completamente— olvidada.
Mientras tanto Dios, que nos dio todo de sí, llama con paciencia a la puerta de nuestro corazón, queriendo entrar para ayudarnos, queriendo ser una parte integral de nuestra vida, porque nos ama. Solo cuando, como la toalla de mano, caemos sobre Cristo, nuestra roca y nuestra salvación, nuestro refugio en la tormenta, podemos aprovechar el poder redentor de lavado y limpieza de su sangre, y lograr renovación y restauración. Hebreos 10:22 dice: «Acerquémonos, pues, a Dios con corazón sincero y con la plena seguridad que da la fe, interiormente purificados de una conciencia culpable y exteriormente lavados con agua pura».
Este proceso es lo que nos permite estar dispuestos a escuchar su voz a nuestro oído, llamándonos por nombre y diciendo: «Ya sea que te desvíes a la derecha o a la izquierda, […] este es el camino; síguelo» (Isa. 30.21). ¡Qué maravilloso es el Padre celestial a quien servimos! Lo que más le preocupa es salvarnos, porque nos ama Entreguemos a Dios nuestro corazón como hizo David, el salmista, al decir: «Lávame de toda mi maldad y límpiame de mi pecado. […] Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva la firmeza de mi espíritu (Sal. 512, 10).
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