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El día del juicio

«Impárteme conocimiento y buen juicio, pues yo creo en tus mandamientos» (Sal. 119: 66).

Vivía con mis padres adoptivos en Gensen, un barrio dormilón en Mindanao, Filipinas. Era un pueblo agricultor aparentemente perfecto, en el que la iglesia, la escuela, el gobierno y la vida sociocultural estaban entrelazados. Mi padre era anciano de iglesia, dirigente del barrio, presidente de la junta escolar y líder de la asociación de granjeros. Todos aquellos que conocía en Gensen pertenecían a la misma iglesia.

Una tardecita, luego de la cena en celebración de mi sexto cumpleaños, uno de los invitados, un diácono de la iglesia, no se fue con los demás. Él y mis padres hablaron toda la noche; cuando me dormí, todavía no se había ido. Discutieron un problema que solamente tendría solución si mi padre organizaba un minijuicio en el auditorio de la escuela-Iglesia.

A los niños se les prohibió la entrada al auditorio el día del juicio. Sin embargo, jugábamos afuera y pudimos escuchar las voces con tono de oratoria, testificando a favor o en contra de alguien. Un poco más temprano, había visto al diácono que había estado hablando toda la noche con mis padres entrar en el auditorio con sus dos hijos adolescentes. Su esposa caminaba detrás de ellos, acompañada por su frágil madre y su hija de cuatro años.

Este era el día del juicio para la esposa del diácono. La acusaban de cometer adulterio. Mi padre trajo un juez de la ciudad, quien designó a dos personas educadas en la ley y la doctrina eclesiástica: uno para representar a la comunidad y el otro para ser el abogado de la señora. Un miembro de iglesia testificó que había presenciado la conducta adúltera. Luego de su testimonio, el esposo testificó que amaba a su esposa y la perdonaría, si ella terminaba con el amorío.

Entonces, habló el representante de la esposa, en nombre de la acusada. Pidió que la iglesia y la comunidad la perdonaran por lo que había hecho. Aseguró que ella admitía lo que había hecho, pero que no lamentaba lo sucedido.

El veredicto del juez fue final: la esposa había tomado su propia decisión y no debían obligarla a hacer lo que se negaba a hacer. Era culpable, y sufriría las consecuencias. El juicio fue pospuesto, con todos los presentes atónitos y algunos con lágrimas en el rostro.

Nosotros también debemos tomar una decisión antes de nuestro día de Juicio. ¿Hemos orado, para que nuestro Señor y Salvador Jesucristo nos brinde conocimiento y nos ayude a tomar buenas decisiones?

ROSE E. CONSTANTINO

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Bendecida – Ardis Dick Stenbakken