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La espina en mi carne

“Aun cuando he recibido de Dios revelaciones tan maravillosas. Así que, para impedir que me volviera orgulloso, se me dio una espina en mi carne, un mensajero de Satanás para atormentarme e impedir que me volviera orgulloso” (2 Cor. 12: 7).

Dicen que la confesión es buena para el alma, así que permítanme confesarme. Una de las cosas con las que he luchado desde que fui adolescente es el orgullo. Soy una de esas personas con muchos talentos. Dios me bendijo con muchos dones. Tardé muchos años en aprender que no tenía que usar todos mis dones al mismo tiempo, sino solo los que necesitaba en un momento específico. Pero mi orgullo siempre me vencía. Era feliz presumiendo de mis talentos, incluso si eso implicaba que otra persona se viera mal. Lo cierto es que pensé que era una buena experiencia de aprendizaje para la persona, de modo que la corregía y le mostraba la manera correcta de hacer las cosas. ¡Qué arrogante! Pienso en cómo Dios debió haberme mirado, sacudiendo la cabeza, sabiendo que un día aprendería. Bueno, un día aprendí.

Comenzó con una serie de problemas de salud que se me presentaron. Cada uno me incapacitó por un período de tiempo, e incluso cuando me recuperé, no podía funcionar como lo había hecho en el pasado. Me encontré dependiendo más y más de Dios, para que me ayudara a hacer lo que antes me había sido tan sencillo y natural hacer. Luché con la ira, la autocompasión y la impaciencia. Y por supuesto, dije a Dios que él no era justo, dándome tantos talentos y luego permitiendo que esté en una posición en la que me costaba mucho usarlos.

Entonces, cierto día, mientras leía mi Biblia, encontré el versículo de hoy, de Pablo. Fue como una llamada de atención, un «momento eureka». Entendí lo que Pablo estaba diciendo. Como tengo que depender de Dios para que me dé las fuerzas y el gozo que necesito cada vez que me levanto a hablar, para cada viaje que realizo y cada día en la oficina, me di cuenta de que no soy yo… ¡es Jesús! Todos los dones de los cuales estaba tan orgullosa no son mis dones. Pertenecen, en primer lugar, a Dios. Y ahora me encuentro menos orgullosa y más dispuesta a dar a Dios toda la gloria y la alabanza por todo lo que hago. Entonces, realmente puedo decir que no es por mi fuerza ni mi poder, sino por el Espíritu de Dios que hago lo que hago por él (ver Zac. 4: 6). Y ansío el día en que Jesús regrese y mi espina sea quitada.

Cada uno de nosotros tenemos dones y cada uno de nosotros tenemos desafíos. La prueba es si trataremos de hacer todo por nuestra cuenta y llevarnos el crédito, o no. En realidad, el Espíritu Santo es quien nos capacita en todo lo que hacemos.

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