Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón.
Mateo 11:29.
Mansedumbre se define como «de naturaleza apacible y tranquila; suavidad y benignidad en la condición y en el trato; fuerza bajo control”. En el Sermón del Monte, Jesús dijo: “Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad” (Mat. 5:5). Al incluir la mansedumbre entre las características de sus seguidores, Jesús le dio a esta virtud un lugar de prominencia entre las gracias del Espíritu. Jesús es modelo de mansedumbre. “Como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (Isa. 53:7).
El ser manso no implica ser débil o cobarde. Jesús y Moisés fueron llamados mansos en la Biblia, pero eran inflexibles en la defensa de sus convicciones. No permitían ser controlados, pero demostraban dominio propio aun ante el trato más provocador. El ser manso tampoco significa ser pasivo. Moisés era un hombre manso (Núm. 12:3), y sin embargo reprendió severamente la idolatría: “Y sucedió que tan pronto como Moisés se acercó al campamento, vio el becerro y las danzas; y se encendió la ira de Moisés, y arrojó las tablas de sus manos, y las hizo pedazos al pie del monte” (Êxo. 32:19, LBLA).
Jesús, el modelo de mansedumbre, entró dos veces en el Templo y lo purificó de los que lo habían profanado: “Y entró Jesús en el templo de Dios, y echó fuera a todos los que vendían y compraban en el templo, y volcó las mesas de los cambistas, y las sillas de los que vendían palomas; y les dijo: Escrito está: Mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones” (Mat. 21:12-13; ver también Juan 2:11, 12).
Necesitamos la mansedumbre de Cristo. Necesitamos su Espíritu, quien le proveyó este don. Pidamos cada día el bautismo del Espíritu de Dios y la mansedumbre nos será otorgada. También las pruebas han de templar el carácter y perfeccionarnos en mansedumbre y fortaleza.