“El reino de los cielos será también como un hombre que, al emprender un viaje, llamó a sus siervos y les encargó sus bienes. A uno le dio cinco mil monedas de oro, a otros dos mil y a otro solo mil, a cada uno según su capacidad. Luego se fue de viaje”
Mateo 25:14, 15, NVI
Llegué a esa iglesia para pasar una temporada. Recuerdo que se organizó un recital, había publicidades por todos lados y la asistencia aumentó la tarde de la presentación. Según nuestros criterios –seamos honestos– ese recital era un despliegue de talentos de esas personas que muchas veces catalogamos como si hubieran recibido “cinco mil”. Por alguna razón, tenemos categorías de talentos dentro de la iglesia, y muchas veces desestimamos la enorme variedad que hay y pensamos que el que sabe cantar y hablar en público ya está en notable ventaja sobre los demás.
Pero aquella mujer me enseñó que, a veces, vale más el corazón puesto en esos “solo mil” que la liviandad con la que algunos manejan sus “cinco mil”.
Su tarea era curiosa. Consistía en repartir agua. ¿Qué podía tener de valiosa? Bueno, resulta que cada sábado ella, sin ningún tipo de formación profesional, llevaba vasos, los repartía y preguntaba individualmente a las personas si querían agua. Se encargaba de traer para quienes quisieran e inevitablemente generaba diálogo y se aseguraba de haber saludado a cada miembro y visita, y de estar al tanto de cómo estaban o de qué tenían necesidad.
¿Desde cuándo repartir agua es un talento? No lo sé. Quizá no lo es. Pero esta mujer había convertido su habilidad para conversar, su amor sincero y su cordialidad en una doble función que resultaba en bendición. Cada sábado, sus “solo mil” se multiplicaban exactamente por la cantidad de asistentes.
¿Acaso puede decirse lo mismo de nuestros talentos?
“Muchos se excusan a sí mismos de poner sus dones al servicio de Cristo porque otros poseen mejores calificaciones y ventajas. Ha prevalecido la opinión de que solo a los que son especialmente talentosos se les requiere que consagren sus habilidades al servicio de Dios. […] Pero no lo representa así la parábola. Cuando el Señor de la casa llamó a sus siervos, dio a cada uno su trabajo” (El camino a Cristo, p. 70).
¿Tú consideras que tienes cinco mil, dos mil o solo mil talentos? No importa, pero ponlos al servicio de Dios. Serás más feliz y contagiarás eso a los demás.