Hija -le dijo Jesús-, tu fe te ha sanado. Ve en paz.
Lucas 8:48, NTV
Dios ordenó a los varones israelitas que se vistieran de una forma especial. Al borde de sus ropas, ellos debían poner borlas y atarlas con un cordón azul (Núm. 15:38). Estas borlas, o tzitzits, tenían un significado espiritual importante: representaban los Mandamientos de Dios. Los tzitzits eran tan especiales para un varón judío, que solo los miembros de la familia podían tocarlos; solo sus padres, esposa o hijos.
Cuando la Biblia dice que la mujer que sufría el flujo de sangre se acercó a Jesús y tocó el borde de su manto, lo que realmente nos está diciendo es que ella tuvo la osadía de tocar el tzitzit. ¡No solo no era pariente de Jesús, sino además era impura debido a su enfermedad!
Esa mujer tenía muchas razones por las cuales sentirse asustada y avergonzada: Había estado enferma por doce años, había ignorado las leyes de pureza al mezclarse entre la multitud (y al contaminar a todos los que rozaba) y había tocado el borde del manto de un hombre que no era su pariente. En la cultura de su época, donde la reputación y el honor eran fundamentales, estos eran crímenes imperdonables. Cuando Jesús se dio vuelta y preguntó: “¿Quién me tocó?”, ella debió haber temido ser humillada en público por sus acciones.
Sin embargo, Jesús estaba a punto de sanar también su alma. La primera palabra que Jesús le dijo fue: “Hija”. Con esta palabra, él removió toda la vergüenza por su osado acto de fe. En Unashamed (Sin vergüenza), Christine Caine comenta: “¡Cuán sorprendente! Ella había venido para encontrar alivio a su sufrimiento, ¡y no solo había sido sanada, sino además había recibido una nueva identidad! Jesús la recibió en su familia, […] la conectó íntima y tiernamente consigo mismo”. Jesús la limpió no solo de su enfermedad, sino también de su vergüenza.
A veces nos escondemos y queremos pasar desapercibidas, como esa mujer. Como Adán y Eva en el Edén, tememos que si Dios nos ve desnudas nos avergonzará en público. Pero la intención de Dios siempre es sanarnos; tanto de nuestra enfermedad, como de nuestra vergüenza. La Biblia dice que Dios jamás rechaza a los que se acercan (Juan 6:37). Podemos acercarnos con confianza, aunque tengamos manos impuras, y tocar el borde de su manto.
Señor, tú me recibes, me sanas, y quitas toda mi vergüenza y miedo. Yo soy tu hija. ¡Bendito sea tu nombre!