Yo soy el Señor, tu Hacedor, el que te formó desde el vientre y el que siempre te ayudará. Y yo te digo que no temas.
Isaías 44:2, RVC.
George Floyd. ¿Reconocemos ese nombre? El 25 de mayo de 2020, Floyd quedó inmortalizado en la memoria de la sociedad estadounidense.
Ese domingo de tarde, Floyd, un afroamericano de 46 años, fue arrestado por la policía de la ciudad de Mineápolis y poco después fue asesinado por Derek Chauvin, uno de los cuatro policías que tomaron parte activa en su arresto. Tal como todos pudimos ver, Chauvin presionó su rodilla izquierda sobre el cuello de Floyd durante 8 minutos y 46 segundos.
Las grabaciones presentan a un Floyd esposado y boca abajo, y, mientras la pierna abusiva de Chauvin doblega su cuello, quizás en un miserable intento de también doblegar su alma, en tono agónico Floyd gritaba esa frase que dio la vuelta al mundo: “No puedo respirar”.
La muerte de George Floyd me llevó a reflexionar en nuestro gran pecado: la inhumanidad humana. Sin duda una gran paradoja, pero paradójicos somos. ¡¿Cómo es posible que el defensor se convierta en opresor?!
Es posible, cuando perdemos de vista nuestra necesidad de Dios para vencer nuestras paradojas internas.
Como Floyd, somos muchos los que no podemos respirar, los que sentimos que se nos ha ido el aliento por tantas injusticias y sufrimientos que se han convertido en el pan nuestro de cada día. Se nos va el aliento, una y otra vez, por esas y por muchas otras razones… “No puedo respirar”, suspiramos…
Ante tanta impotencia que sentimos de manera individual y también colectiva, las palabras del antiguo poeta hebreo me parecen más relevantes que nunca: “Mis enemigos me persiguen, me han aplastado contra el suelo […].
Me encuentro totalmente deprimido; turbado tengo el corazón. Me acuerdo de tiempos anteriores, y pienso en todo lo que has hecho. Hacia ti tiendo las manos, sediento de ti, cual tierra seca” (Sal. 143:3-6, DHH).
Cuando la impotencia ante el mal moral que nos rodea nos quite el aliento, habrá llegado el momento de extender nuestras manos hacia el Dios del cielo y confiar en esta grandísima promesa: “Yo soy el Señor, tu Hacedor, el que te formó desde el vientre y el que siempre te ayudará. Y yo te digo que no temas.
Tu eres mi siervo, Jacob; tú eres Jesurún, a quien yo escogí” (Isa. 44:2, RVC). Él nos ayudará a seguir respirando.