¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro!
Romanos 7:24, 25
Con apenas diez años, Dwight Eisenhower no pudo contener su ira y golpeó un manzano una y otra vez, hasta que sus manos quedaron desgarradas y ensangrentadas.
El terrible episodio inició cuando sus padres se negaron tajantemente a dejarlo salir a colectar dulces en una otoñal noche de Halloween. Sumamente impactado por la reacción del pequeño, el padre de Dwight tomó una vara de nogal, lo azotó con ella y lo mandó a la cama.
Cuenta David Brooks, en su libro, El camino del carácter, que una hora después la madre de Dwight entró en la habitación y, tras un momento de silencio, le dijo: “Mejor es el que tarda en airarse que el fuerte, el que domina su espíritu que el conquistador de una ciudad” (Prov. 16:32).
“El odio es algo fútil, le dijo, que no hace sino lastimar a quien lo consiente. De todos sus hijos, añadió, él era el más necesitado de aprender a controlar sus pasiones”.121
En un principio, las palabras de su madre no surtieron tanto efecto.
En lo que a disciplina se refiere, Eisenhower ocupó el lugar 125 de 164 estudiantes. Durante su época como militar fue degradado de sargento a soldado raso. Durante la Segunda Guerra Mundial era conocido como “el malhumorado”, y sus subordinados temían que se enojara, porque “las arterias de las sienes se le retorcían e hinchaban como cuerdas”.122
A lo largo de toda su vida, incluso siendo presidente de los Estados Unidos, Eisenhower tuvo que batallar con sus problemas de ira. Y es que los seres humanos somos un manojo de imperfecciones y contradicciones; combatientes de una batalla en la que nosotros mismos también somos parte del enemigo que hemos de vencer.
¿Acaso no hemos visto cómo la ira, y otras pasiones desenfrenadas, combaten en nuestro interior y nos derrotan? Como Pablo, hemos gritado a todo pulmón: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rom. 7:24).
Tú, Eisenhower y yo seguimos luchando con un pecado que nos impide conquistar nuestra propia alma. Entonces, como el apóstol, proclamemos: “¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro!” (Rom. 7:25).
Él sí puede librarnos de la ira, y de todo lo que quiera controlarnos.
121 David Brooks, El camino del carácter (México: Océano, 2016), p. 71.122 Ibíd., pp. 79, 80.