¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de robo y de injusticia. ¡Fariseo ciego!, limpia primero lo de dentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera quede limpio.
Mateo 23: 25-26
El término «hipócrita» viene de una palabra griega que designaba al actor de teatro que representaba un papel. En las representaciones teatrales griegas, «hipócritas» eran simplemente los actores, que solían actuar con máscaras.
En la ciudad de Sagunto, donde resido actualmente, hay un magnífico teatro romano y un interesante museo del teatro grecorromano, en el que pueden verse varias de esas máscaras. Con el tiempo, en el mundo latino se extendió el uso de este término para referirse a quienes «actuaban» en la vida cotidiana, es decir, que fingían ser lo que no eran. Y este es el significado que la palaba ‘hipócrita’ sigue teniendo todavía en nuestros días.
Generalmente, las máscaras utilizadas eran de madera y tenían una mueca fija: los personajes trágicos para inspirar pena o miedo, los personajes cómicos para dar risa, etcétera. De este modo los actores podían representar varios personajes en una misma obra, usando diferentes máscaras para cambiar el estado de ánimo de los espectadores según las intenciones del libreto.
Es interesante que la palabra «persona» venga de la palabra latina persõna, que no significaba, en su origen, nada más que «máscara de actor». De ahí pasó a significar » personaje teatral» y, por extensión, «persona» (o individuo) en el sentido más amplio que hoy utilizamos. Parece que los seres humanos tendemos a convertirnos en el personaje que interpretamos.
Jesús llama «hipócritas» a quienes se esfuerzan por aparentar religiosidad, pero su espiritualidad es solo aparente, fingida y, por consiguiente, falsa. En este pasaje Jesús fustiga la hipocresía de los líderes religiosos de su entorno, que aparentaban ser lo que no eran.
Hoy Jesús también nos llamaría «hipócritas» (o simplemente actores) cuando nos quejamos de no tener tiempo para alimentar nuestra vida espiritual, para dedicar algunos minutos a la meditación, a lecturas formativas o a dar testimonio de nuestra fe, pero podemos pasar horas ante el móvil o el televisor, consultando Internet o charlando sobre temas intranscendentes.
¿Qué nos diría cuando veinte euros nos parecen mucho para hacer un donativo a un fondo humanitario, pero nos parecen muy poco para gastar en caprichos?
¿Qué nos diría si no tenemos nada que expresar cuando vamos a orar y no nos importa perder un tiempo precioso comentando tonterías por teléfono?
Ayúdame, Señor, a desarrollar un carácter cada día más coherente con tus ideales para mí.