Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy.
Juan 13; 13
La vocación profesional de Jesús como maestro, asumida a la edad de treinta años tras toda una juventud trabajando de carpintero, hoy sería considerada casi una vocación tardía. Pero ¡qué ejemplo para no desistir en la realización de nuestros sueños, cuando las circunstancias no nos han permitido ser lo que hubiésemos querido!
Llevado por el fuego de su vocación y por la inspiración divina, este flamante maestro tenía un claro proyecto de vida. En principio se dedicaba a enseñar como los rabinos, predicar como los teólogos e interpretar las Escrituras como los doctores. Pero no lo hacía como ninguno de ellos (Mat. 7: 29), Rabinos, teólogos y doctores, ante el problema del hambre, por ejemplo, invocaban argumentos en favor de la fraternidad humana. Él se implicaba en algo mucho más difícil: proponía a sus seguidores que compartieran su pan y se solidarizaran con los más necesitados.
Rabinos, teólogos y doctores se esforzaban por explicar el mundo. Él había emprendido el utópico empeño de cambiarlo. Los venerables custodios de las Escrituras parecían guardarlas bajo llave, embalsamadas, cubiertas de polvo. Él les daba vida con su ejemplo. Por eso sus palabras no se las llevaba el viento, sino que echaban raíces en los corazones de quienes le seguían.
Tras años de construir casas, ahora su empeño era edificar una ekklesia (Mat. 16: 18), una comunidad fraterna abierta a todos los seres humanos de buena voluntad, para lograr que el amor habitara en los corazones.
Aunque utilizaba diversos medios para exponer sus enseñanzas, solo recurría a discursos y sermones en contadas ocasiones. En vez de argumentar sus ideas, prefería sugerirlas por medio de historias. Incluso en sus reflexiones más religiosas había más imágenes que preceptos. Su «teología narrativa», recurso utilizado profusamente por los profetas, poetas y sabios de las Escrituras, le permitía abordar los temas espirituales sin necesidad de entrar en los vericuetos de la teología sistemática ni de encerrarse en los límites de la dogmática. Para transmitir cada lección le bastaba un relato.
El Maestro enseñaba entre bromas y veras, en un lenguaje que por el encanto de su sencillez cautivaba a cualquier persona, de cualquier nivel y de cualquier edad. Cuando terminaba su clase diciendo algo parecido a «Ve y haz tú lo mismo» (Luc. 10: 37), todos se sentían interpelados.
Cuando ponemos a Dios al frente de nuestros proyectos de vida, nunca será demasiado tarde para convertirnos en un canal de su gracia.
Señor, quiero dejarme guiar por ti hoy en todo lo que emprenda.