«Padre mío, si es posible, líbrame de este trago amargo; pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».
Mateo 26:39
-Jesús y sus discípulos se dirigieron al huerto de Getsemaní -inició el papá el culto—. Llegaron allí y pidió a Pedro, Santiago y a Juan que lo acompañaran, como otras veces lo habían hecho.
-¿Eran sus mejores amigos? -preguntó Mateo.
-Eran los más cercanos a él —respondió el papá-. Ellos se dieron cuenta de que Jesús estaba sufriendo mucho, temblaba y se hubiera caído dos veces si no lo hubieran sujetado. Jesús se retiró un poco para orar y a ellos les pidió que se quedaran orando.
Los tres discípulos escuchaban el clamor de Jesús como nunca lo habían escuchado, mientras oraban también, hasta que el sueño los venció. Jesús fue a verlos y los encontró dormidos. Lo mismo sucedió tres veces.
Jesús estaba sufriendo, temía la separación para siempre de su Padre, y oro pidiendo que le ayudara a hacer su voluntad. La última vez que regresó a orar, sus ruegos eran más intensos; tanto, que su sudor parecía gotas de sangre. Había venido a este mundo con una misión que debía cumplir, y hasta ahí, había vencido al enemigo. Se quedó postrado en tierra.
En el cielo, los ángeles contemplaban al Hijo de Dios y deseaban consolarlo, pero no podían. Dios envió a un ángel poderoso para recordarle cuánto lo amaba, que el sacrificio que iba a realizar valdría la pena porque salvaría a muchas almas. Los discípulos se despertaron por el resplandor y vieron al ángel que hablaba con Jesús palabras de esperanza y consuelo, pero el sueño los volvió a vencer y se durmieron. Jesús los despertó y les dijo que había llegado su hora, aunque ellos no entendieron.
-¡Cuánto sufrió Jesús por nosotros! -lamento Susana.
-Todo fue por amor -concluyó el papá.
Tu oración:
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¿Sabías que?
Hubo silencio en el cielo al contemplar el sufrimiento del Hijo de Dios.