«¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: Practicar la justicia, amarla misericordia, y humillarte ante tu Dios»
Miqueas 6:8
Es temporada de fútbol americano, una oportunidad de luchar contra los representantes de otra ciudad sin todo lo desagradable que conlleva una guerra real. En la antigüedad, si un hombre quería disfrutar un aumento de orgullo tribal, tenía que encontrar un palo afilado e ir a atacar la aldea más cercana. Era un asunto sucio y desagradable que llevaba todo el fin de semana y requería un buen plan médico.
Ahora, los hombres modernos, dejamos que otros luchen por nosotros en el campo deportivo mientras nosotros nos quedamos en casa, desde donde ofrecemos ocasionales palabras de ánimo y consejos desde nuestro sillón reclinable más cómodo. Lamentablemente, esto todavía consume la mayor parte de nuestros fines de semana.
Aquellos muchachos en la cancha sostienen nuestro orgullo en sus manos. Si dejan caer la pelota, nuestra autoestima también se cae al piso. Es difícil mirar a los demás a los ojos cuando tu equipo pierde por más de dos touchdowns. Cuando ganamos, les guiñamos el ojo y saludamos a todos. «Así es cómo se siente estar en lo más alto del mundo», decimos.
¿Por qué nos preocupamos tanto por esos grandes hombres sudados en la cancha de fútbol americano? Al resto del mundo no le importa. Todos los demás están jugando fútbol.
Supongo que uno nunca sabe qué captará nuestra atención. Nuestra pasión a veces se enciende por cosas que son importantes… y a veces por cosas que no lo son.
Y esa puede ser una de las razones por las que los seres humanos necesitamos a Dios. Dios tiene una manera sutil de guiarnos a aquellas cosas que merecen nuestra pasión. Él nos entrena para ganar en asuntos de justicia, de misericordia y de paz. Y en muchos otros asuntos, él se encoge de hombros y nos deja disfrutar del partido.