Esparciré agua limpia sobre ustedes, y ustedes quedarán limpios de todas sus impurezas, pues los limpiaré de todos sus ídolos.
Ezequiel 36:25, RVC.
Según un estudio en el que participaron tres mil cristianos, el 73 % de ellos aseguró que Cristo es un ser creado. Un 46 % afirmó que el Espíritu Santo es una fuerza, y no un ser personal. Un 66 % dijo que los seres humanos somos buenos por naturaleza.141
Uno puede quedar atónito al leer los datos, pero hay realidades mucho más crudas. Por ejemplo, los líderes religiosos judíos se preocupaban en demasía por no transgredir la santidad del sábado como día de reposo; sin embargo, no consideraron pecado usar testigos falsos para conseguir la ejecución de Cristo.
Respetan el sábado, pero violan el sexto y el noveno mandamientos. Mentir y asesinar eran sus herejías favoritas. No encontramos a los discípulos violando abiertamente alguno de los preceptos expresados en los Diez Mandamientos, en cambio los Evangelios no ocultan la herejía favorita de los doce: el poder.
Su preocupación era: “¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?” (Mat. 18:1). Podían apegarse al estricto cumplimiento de la letra de la ley, en tanto que acariciaban la herejía de estar por encima de los demás. Eran ortodoxos respecto a la doctrina, pero herejes en su experiencia de vida.
¿Cuál es nuestra herejía favorita? ¿Cuál es nuestra interpretación privada de un pecado claramente señalado por la Biblia que nosotros cometemos por no considerarlo algo malo dadas nuestras circunstancias?
En mi libro favorito de Elena de White, El camino a Cristo, ella abordó este tema así: “Aunque este o aquel acto malo pueda parecer insignificante a los ojos humanos, ningún pecado es pequeño a la vista de Dios.
El juicio de los hombres es parcial, imperfecto; pero Dios considera todas las cosas como realmente son. El borracho es despreciado y se le dice que su pecado lo excluirá del cielo, mientras que el orgullo, el egoísmo y la codicia, con demasiada frecuencia, no son reprendidos” (p. 29).
Solo hay una manera de erradicar de nuestra vida esa herejía y pecado favorito, y es permitir que Dios cumpla esta promesa en nosotros: “Esparciré agua limpia sobre ustedes, y ustedes quedarán limpios de todas sus impurezas, pues los limpiaré de todos sus ídolos” (Eze. 36:25, RVC).
Solo el agua purificadora del Señor podrá erradicar de nosotros esos pecados que apreciamos.