No será quitado el cetro de Judá ni el bastón de mando de entre sus pies, hasta que llegue Siloh; a él se congregarán los pueblos.
Génesis 49:10.
Era sábado por la noche y habíamos salido a dar un paseo con la familia. El trayecto elegido era el antiguo cauce del Turia en Valencia. Desde que el río ha sido desviado de la ciudad, ese espacio se ha convertido en un inmenso parque en el que se realizan todo tipo de actividades sociales. Pasear entre variados tipos de vegetación con conversaciones a lo mediterráneo, tan apasionadas como platónicas, es un placer muy especial.
En cierto momento nos topamos con una multitud de varias tribus urbanas. Primero los hipsters y su aire vintage. Gente tranquila, con sus largas barbas y cuidados cortes de pelo. Después los frikis, mucha camiseta de ciencia ficción y sensación de estar desconectados de la realidad, o conectados a otra.
Por último, los indignados, con su aire desaliñado y cercano a las barbaries nórdicas. La música superaba los decibelios de nuestro agrado y dejamos el cauce. Mirándolos desde lo alto de un puente centenario, adornado con geranios en demasía, me supe triste.
Estaban allí, sentados sobre el césped, charlando de sus cosas, cuando sentí un inmenso dolor en el corazón. No, no era cuestión de la hipertensión sino de intención. ¿Cómo podríamos llegar a todas esas personas y hablarles de lo espectacular que es la vida en Cristo? Me supe impotente. ¿Cómo se iban a congregar todas esas gentes ante Jesús, si no le conocían?
Todavía me lo pregunto. ¿Cómo? Somos pocos, y no siempre bien avenidos. Tenemos pocos recursos, y algunos desanimados. Estamos hipnotizados con Laodicea y encandilados con la luz de lo virtual. ¿Cómo?
¿Cómo vamos a hacer para que todos, absolutamente todos, se congreguen un día ante Jesús? ¿Es que no tienen derecho a disfrutar de nuestra esperanza? ¿O de nuestros principios de salud? ¿O de la tranquilidad de estar donde hay que estar? ¿O de la oportunidad del perdón y el consuelo de la Gracia?
Sé que esto nunca ha sido por lógica humana, y sé también que, aunque somos instrumentos, la estrategia es divina. Ante el dolor de mi corazón y la sana intención de que todos disfruten lo que yo disfruto, solo me queda la fe.
Fe en que debo mantener mi fe con pureza e identidad. Fe en que voy a a tener la sabiduría adecuada en el momento adecuado para ser ejemplo de palabra y, Dios lo quiera, también de acto. Fe en que Dios cumple sus promesas, y si él dijo que se reunirían ante su presencia, así será.