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Villa miseria de Abajo y Villa miseria de Arriba

Solamente nos pidieron que nos acordáramos de los pobres; lo cual también me apresuré a cumplir con diligencia.

Gálatas 2:10.

Aquella iglesia se encuentra en el extrarradio de la ciudad argentina de Santa Fe… allá donde los pesos no llegan. Es una zona de mucha delincuencia, una zona marginal, una “villa miseria”.

En esa iglesia habían robado en siete ocasiones, e incluso hubo un amago de incendio. Nos invitaron a predicar y fuimos con el corazón bien dispuesto. La estructura no destacaba con relación a las casas de alrededor:

bloques de cemento a la vista, rejas en las ventanas, humedades en las paredes. Tuve una imagen bien diferente cuando comencé a hablar con los hermanos de la iglesia. Eran personas con empuje, resilientes, alegres. Eran gentes de bien, que habían ido allá donde la gente los necesitaba. Admirable.

Solemos hacer turismo solidario a las “villas miserias de abajo”. Nos gusta, en las fechas señaladas, hacer algo por los más necesitados. No está mal, pero es insuficiente; la gente que tiene necesidad suele seguir estando necesitada al día siguiente de nuestros donativos.

Hemos de pensar más en los pobres, en los marginados, en los perdidos, porque esa es la función esencial del cristianismo. La iglesia debe cruzar la acera de la comodidad e instalarse en espacios donde se precisa su influencia benefactora.

Estábamos en un congreso. Habíamos escuchado temas interesantísimos sobre los procesos de transmisión de los documentos bíblicos, participado en talleres de traducción, estudiado la posibilidad de comprar libros profundísimos y carísimos.

En un momento dado, mi compañero de actividades, un erudito de una denominación bien diferente a la mía, me abrió su corazón. Como buen pastor escuché de sus soledades, de sus dudas, de sus presiones sociales, y después le hablé yo. Le hablé de la coherencia en teología, de la vuelta a creer en Dios, de los beneficios de la razón en compañía de la fe.

Era un universitario con necesidades universales, porque la gente culta también tiene carencias.

Solemos hacer turismo cultural a las “villas miserias de arriba”. Nos gusta, en los momentos académicos, acudir a los centros del saber. Compartimos alguna que otra idea, de aquellas que no nos comprometen y, supuestamente, nos nivelan con los currículos de los otros.

No está mal, pero es insuficiente. Hemos de pensar que allá arriba también hay dolor y soledad. Hemos de pensar más en sus debates existenciales, en sus perplejidades conceptuales, en sus complejas relaciones humanas.

La iglesia debe cruzar la acera del camuflaje y exponer la trascendencia de su mensaje.

Dejemos de hacer turismo, e intentemos residir junto al alma que sufre, junto al que anhela. Juntos.

Víctor M. Armenteros es doctor en Filología Semítica por la Universidad de Granada y doctor en Teología (Antiguo Testamento) por la Universidad Adventista del Plata (Argentina). Durante más de una década ha sido profesor de Sagrada Escritura y Lenguas Bíblicas en el Seminario Adventista de España. Actualmente comparte la docencia con la gestión, al ejercer como director de los estudios de posgrado de la Universidad Adventista del Plata y de la sede austral (Argentina, Paraguay y Uruguay) del Seminario Adventista Latinoamericano. Es miembro de la Asociación Española de Estudios Hebreos y Judíos. Ha colaborado como traductor en la Biblia Traducción Interconfesional y forma parte del equipo editorial de la revista DavarLogos. Es, a su vez, autor de diversos artículos sobre escritos bíblicos y literatura rabínica.