Después dijo Dios: “Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé semilla; árbol que dé fruto según su especie, cuya semilla esté en él, sobre la tierra”. Y fue así.
Génesis 1:11.
Es curioso que en el primer escenario de nuestro mundo, Dios no es monótono. No crea un campo de golf o de fútbol, sino un manto de vegetación que por doquier cubría la superficie de multitud de tonalidades de verde. Algo muy diferente a la imagen que tenemos del césped, ¿verdad?
Además, al indicar que sea la tierra la que produzca ese variopinto manto nos habla de la naturaleza misma de la tierra. Pueden parecernos hermoso un desierto o los colores de las caducifolias en otoño, pero no representan la esencia de este mundo. La piel que cubría el terreno era verde, verde vibrante, verde vida, verde caricia.
“Pradera”, “estepa”, “sabana” o “pampa” son algunos de los muchos nombres que reciben esas superficies hoy día. Todas tienen algo en común: impiden que el desierto se extienda. Es, mirándolo metafóricamente, como si la tierra se negara a perder su identidad de generadora de vida. La vida luchando por la vida. Porque, no hemos de olvidarlo, el proyecto de Dios es que este mundo sea un jardín; el de Satanás, sin embargo, es el vacío de la existencia, el desierto.
Yuyo es una palabra quechua que además de “vegetación” significa “tisana” en algunos países de Sudamérica. Y es que las hierbas, aparte de color y protección, aportan soluciones a muchas dolencias. No hay grupo humano que no tenga sus “fórmulas” populares basadas en sus tradiciones y que no curen algo.
¿Quién no ha tomado una infusión de manzanilla (camomila) cuando andaba mal del estómago? ¿O una tila cuando necesitaba calmarse? Pues bueno, el primer herbolario fue el Jardín del Edén. Y es que a Dios le gusta lo verde, la Vida que da vida y, además, la cuida.
Jesús se encontraba ante cinco mil personas. Era hora de comer y no había ningún centro comercial cerca. Así que, decidió hacer un milagro y alimentar a todos. ¿Qué es lo primero que hizo? Les pidió que se recostaran sobre hierba verde. ¡Vaya pícnic! Imagínate a la gente reclinada, rozando con sus manos el frescor de ese manto y viendo que la comida les llegaba como si nada.
¡Qué espectáculo! Y es que a Dios le gusta acariciarnos, ya sea con la fragancia de una flor, el susurrar de las hojas o el amable roce de una brizna de hierba. Parafraseando a García Lorca,
“Verde que te quiere verde”.