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Su excelencia

Tuya es, Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos.

1 Crónicas 29:11.

La verdadera excelencia, curiosamente, no se origina en nosotros. A veces, ni forma parte de nuestra esencia natural. No somos más inteligentes que otros, ni más bellos (al menos algunos), ni más ricos, ni más poderosos, ni más idóneos políticamente ni más estables económicamente.

No, no lo somos. ¿Dónde, pues, reside el secreto que origina tal virtud? Apenas dos palabras: “En Cristo”.

Lo que nos diferencia es Cristo, quien origina una vida sobresaliente y superlativa. Como dijo Pedro: “Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia” (2 Ped. 1:3).

Dios no nos llama desde la ambigüedad, la debilidad o la duda. Nos llama desde lo máximo, lo más glorioso, lo más de lo más. Es el Rey y, desde su majestad, se nos acerca. Se nos dirige con respeto y, sobre todo, con cariño.
Ser excelente en Cristo es, primeramente, ser persona. Persona que se sabe criatura de Dios.

Un Dios magnífico, poderoso, glorioso, victorioso, honorable, excelso, y además, un Dios que ama, que se comunica y que redime cuando se entrega. Y se entrega completamente, sin medidas ni limitaciones, para ofrecer esperanza. Una esperanza que nos embarga y alienta a continuar nuestro caminar. Caminar con la certeza de los que se saben acompañados y protegidos. Protegidos en Cristo, el ser más excelente.

Piénsalo por un momento, tu Señor es el dueño del Universo, lo creó y lo sostiene. Huestes de ángeles lo adoran con plena conciencia de su majestad. Toda criatura celestial hace silencio ante su presencia. Sin embargo, no se conformó con eso, supo hacerse diminuto, uno como nosotros, para salvarnos.

Eso sí que es grandeza; me hace sentir orgulloso de mi Dios y sentir una profunda solemnidad hacia su persona. ¿Qué hemos hecho para que nos ame tanto? Nada, él es así.

No sé cómo me comportaré cuando se me acerque en la Segunda Venida, pero tengo la intención de que, tras mirar las cicatrices de sus manos, dejaré oír un sentido y profundo: “Su Majestad, ¡muchas gracias!”

Víctor M. Armenteros es doctor en Filología Semítica por la Universidad de Granada y doctor en Teología (Antiguo Testamento) por la Universidad Adventista del Plata (Argentina). Durante más de una década ha sido profesor de Sagrada Escritura y Lenguas Bíblicas en el Seminario Adventista de España. Actualmente comparte la docencia con la gestión, al ejercer como director de los estudios de posgrado de la Universidad Adventista del Plata y de la sede austral (Argentina, Paraguay y Uruguay) del Seminario Adventista Latinoamericano. Es miembro de la Asociación Española de Estudios Hebreos y Judíos. Ha colaborado como traductor en la Biblia Traducción Interconfesional y forma parte del equipo editorial de la revista DavarLogos. Es, a su vez, autor de diversos artículos sobre escritos bíblicos y literatura rabínica.