El alma tiene un valor infinito, que no puede estimarse sino por el precio pagado por su rescate.
Elena de White.
Un hombre entra en una tienda de antigüedades demasiado llena de cosas de aparente poco valor cuando, de pronto, ve en el suelo, en un rincón, aparentemente abandonado o desechado, un cuenco de porcelana.
Discretamente se acerca, lo observa con detenimiento y se da cuenta de que es una reliquia, una pieza de la dinastía Ming, de un precio incalculable. Esa pieza sola vale mucho más que todo el establecimiento.
Parece obvio que el dueño no tiene idea del valor del cuenco, porque además de estar en un rincón, está lleno de leche y un gato está bebiendo en él. El hombre se da cuenta de que está ante la oportunidad de su vida, y piensa una estrategia para comprar el cuenco por poco dinero:
—¡Qué gato tan bonito tiene! —comenta—. ¿Por cuánto lo vende?
—El gato no está en venta —responde el dueño—. Lo tengo para que no haya ratones.
—Me encantaría comprarlo —añade el hombre—. Le ofrezco cien dólares por él.
—No vale tanto dinero —dice el dueño—, pero si de verdad lo quiere, se lo vendo.
—¡Perfecto! Y necesito también un recipiente para darle de comer, ¿qué le parecen diez dólares por este cuenco?
—No, no, caballero, ese cuenco no está en venta, es una reliquia china de la dinastía Ming. Es la pieza de más valor de mi tienda, y es imposible ponerle precio; de hecho, vale más que toda la tienda. Pero tiene gracia que desde que lo tengo, he vendido diecisiete gatos.145
Esta anécdota me hace darme cuenta de que no siempre tenemos la capacidad de valorar a la persona que tenemos delante. Como si de un objeto se tratara, nos resulta sencillo a veces desestimarla por poco inteligente, poco sofisticada, fácil de engañar o socialmente impopular…
El poco valor que le conferimos se ve en nuestra manera de tratarla. Pero nuestra falta de ojo para percibir el valor de alguien no significa que ese alguien no tenga un gran valor, infinitamente más elevado que el del objeto de mayor precio que hayamos visto nunca.
Solo hay una forma de mostrar que realmente nos damos cuenta del valor de las personas: tratarlas con respeto, sin sentimientos de superioridad, sabiendo ver lo que realmente las distingue: son un alma que Dios quiere rescatar. Nadie es más que nadie, pero las personas que valoran a las personas, esas sí que no tienen precio.
“Dios los ha comprado. Por eso deben honrar a Dios” (1 Corintios 6:20).
145 John Ortberg, Todos somos normales hasta que nos conocen (Miami: Vida, 2004), pp. 251, 252.