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Las manos rodillas de mi madre

¡Qué mujer era su madre, como una leona! ¡Sus hijos eran como cachorros de león!

Ezequiel 19: 2, NBV.

Cuando reflexiono sobre las bendiciones que Dios me ha otorgado, ninguna ha dejado un impacto tan profundo en mi vida como «Blanquita», mi madre. Recientemente, tuve la oportunidad de leer el poema «Las manos de mi madre»» de la poetisa mexicana María del Refugio Sandoval. En él, se encapsulan los invaluables cuidados que las madres prodigan a sus hijos: cómo nos alimentan, velan por nosotros y nos comprenden mejor que nadie: en caso de mi madre, conoce hasta la manera en que respiro.

Casi al final del poema, María escribe: «Un día esas manitas estaban cansadas, su piel revestida de arrugas marcadas, con tonos palpables de color morado, mostraban el tiempo, el camino andado».

Yo he sido testigo de lo que esta poeta describió. Mi madre nos dio siempre lo mejor y procuró que fuésemos hombres educados y cristianos y hoy soy lo que soy gracias a ella. Pero mientras escribo estas líneas y pienso en ti, mami, la imagen que llega a mi mente no es la de tus manos arrugadas por el inexorable paso del tiempo, sino la de tus rodillas endurecidas por los callos; callos que son el resultado de orar día y noche por tus hijos. Callos que cada día se hacen más grandes y duros porque, aunque hemos emprendido el vuelo y vivimos en distintas partes del mundo, tú nunca has dejado de orar por Lewis, por Louis y por mí.

Solo la eternidad podrá mostrarnos cuánto le debemos a ese ser que llamamos «mamá». Mi cita favorita de Elena G. de White presenta cómo las oraciones de una madre tienen repercusiones eternas: «Cuando el juez se siente, y se abran los libros; cuando el gran Juez pronuncie el «bien, buen siervo y fiel», y la corona de gloria inmortal se coloque sobre la cabeza del vencedor, muchos levantarán sus coronas a la vista de todo el universo y se las colocarán a sus madres diciendo: «Ella hizo de mí lo que soy por la gracia de Dios. Su instrucción, sus oraciones, fueron bendecidas para mi salvación eterna»» (¡Maranatha!, p. 317).

Estoy convencido de que en el cielo colocaré mi corona sobre la cabeza de mi madre. Sin embargo, no necesito esperar hasta ese día para expresarte mi agradecimiento, mami, por tu entrega y tus oraciones. A ti, que estás leyendo esto, únete a mí hoy y digamos juntos: «¡Gracias, mamá!».