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Un vaso de agua fría

Y Cualquiera Que dé a uno de estos pequeños un vaso de agua fría solamente, por cuanto es discípulo, de cierto os digo que no perderá su recompensa.

Mateo 10: 42

Era el final de la mañana de un día de verano y hacía mucho calor. Había salido a buscar fósiles en la montaña con unos niños del pueblo de mi abuela y habíamos pasado toda la mañana trepando por aquellos montes.

Los otros chiquillos que se habían criado allí parecían inagotables. Y yo, con mis once años, no quería reconocer que estaba agotado y que me estaba muriendo de sed. El camino de regreso a casa pasaba entonces entre un muro de roca a un lado y un precipicio que me daba vértigo. De pronto todo parecía dar vueltas en torno a mi cabeza.

Hoy supongo que fue un golpe de calor y deshidratación, pero aún recuerdo, al tenderme en el suelo para no caerme, la risa de mis compañeros que se alejaban hacia casa, burlándose de mí, y de lo que ellos atribuían a mi miedo y a mi «flojera de señorito de ciudad» como ellos la llamaban.

No sé cuánto tiempo estuve allí medio inconsciente. Solo recuerdo que cuando me desperté me di cuenta de que estaba bebiendo. Un cabrero de rostro arrugado y negruzco me sonreía y mantenía contra mis labios una lata medio oxidada, de la que mi memoria ha guardado extrañamente el sabor metálico y el frescor vivificante de un agua ferruginosa.

Recuerdo también sus ojos azules, entre risueños y extrañados, que me miraban con cariño insistiéndome en que bebiera más.

» Anda, un traguito más», me decía.

En el archivo de la memoria del niño que fui, esos tragos de agua aún los recuerdo asociados a una de las sensaciones más agradables de mi vida.

¿Fue solo un «vaso» de agua? Con el paso del tiempo ha quedado en mi mente como un acto de compasión y amor inolvidable. Cuando pienso en aquel incidente de mi infancia no sé cuán importante o irrelevante, los ojos del cabrero desconocido no cesan de sonreírme.

Y aunque él nunca lo supo, su gesto compasivo y generoso ha inspirado mi vida mucho más allá del bien material que pudo hacerme el agua contenida en aquella vieja lata de conservas. Cada vez que he dado de beber con mis manos a mis hijos, o a cualquier otro niño, ese recuerdo está bien presente.

¡Cuánto me gustaría que Dios me utilizase hoy para hacer bien a alguien de un modo semejante!