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Hablando de sacrificios

Porque esto es mi sangre del nuevo pacto que por muchos es derramada para perdón de los pecados.

Juan 14:18

Caral se encuentra a unos 200 kilómetros al norte de Lima, en Perú. En medio de un entorno desértico, se localiza algo inesperado para la mayoría de los turistas: pirámides. Sí, pirámides, y algunas anteriores a las de Egipto.

La cultura caral era muy religiosa y destacaba por su conocimiento astronómico y sus ofrendas. La religión era un instrumento de control y estabilidad que se concretaba en presentes derivados de la pesca o de la agricultura. Pero también había sacrificios humanos.

En los fundamentos de algunas casas y en algunos muros se han hallado restos de niños que fueron sacrificados para que los dioses bendijeran la construcción del edificio y su mantenimiento. Nos parece increíble que se quite la vida a bebés por tales razones, pero así se procedía.

Casi todas las religiones piden sacrificios humanos a los dioses; algunos son cruentos y otros no, pero todos someten a las personas. Moloc-baal era un dios que exigía la muerte de los primogénitos para saciar su sed de ira. Ifigenia, hija de Agamenón, estuvo a punto de ser sacrificada por su padre porque quería ir a una batalla con vientos favorables.

Y no era una excepción, pues sacrificar hijos era una práctica muy común entre griegos, romanos, celtas y vikingos. Algo más moderadas eran las demandas del cristianismo medieval: vidas sacrificadas y sometidas a los caprichos de “santos” y “beatos”.

El mismo ateísmo pide el sacrificio de la parte trascendente de las personas, extirpándoles la espiritualidad y abandonándolas a su simple cuerpo.

Dios no quiere ni nuestros sacrificios ni que nos inmolemos para gratificarlo, o para que podamos obtener la salvación. Dios se hace sacrificio por nosotros. Eso es lo que conviene y, con ello, nos redime.

Esta es una verdad esencial para que vivamos de forma adecuada la religión. Nadie tiene que morir, ni siquiera un poquito, porque Cristo murió por nosotros. Lo que sí quiere es que vivamos; que vivamos a su estilo, amando a los demás y entregándonos a la bondad.

En 2 Corintios 5:14 y 15, Pablo afirma: “El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y él por todos murió, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”.

Se nos anima, por tanto, a vivir. Su sacrificio es una promesa de perdón, no de más sacrificio. Su sacrificio es vida, y vida eterna.

Víctor M. Armenteros es doctor en Filología Semítica por la Universidad de Granada y doctor en Teología (Antiguo Testamento) por la Universidad Adventista del Plata (Argentina). Durante más de una década ha sido profesor de Sagrada Escritura y Lenguas Bíblicas en el Seminario Adventista de España. Actualmente comparte la docencia con la gestión, al ejercer como director de los estudios de posgrado de la Universidad Adventista del Plata y de la sede austral (Argentina, Paraguay y Uruguay) del Seminario Adventista Latinoamericano. Es miembro de la Asociación Española de Estudios Hebreos y Judíos. Ha colaborado como traductor en la Biblia Traducción Interconfesional y forma parte del equipo editorial de la revista DavarLogos. Es, a su vez, autor de diversos artículos sobre escritos bíblicos y literatura rabínica.