En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios, porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia.
Isaías 61:10.
Había un programa de televisión, hace años, que se titulaba “El precio justo” y consistía en averiguar el valor exacto de un producto. Además de una forma subliminal de promocionar artículos o explícita de instalar un estilo de vida consumista, reflejaba esa obsesión humana por pagar exactamente lo que vale algo.
Nos molesta sobremanera cuando pagamos algo de más (no siempre reaccionamos de la misma forma cuando pagamos de menos), y nos parece sumamente injusto. Cuántas veces hemos escuchado: “¿Cómo es posible que tenga este precio? No pienso comprarlo, no vale eso”.
O “¡Ha sido un ofertón! Me ha costado mucho menos de lo que valía”. De ahí que se haya puesto de moda eso de “los precios ajustados” porque, en momentos de crisis, se intentan ceñir (nunca mejor dicho) a la realidad.
En lo moral nos pasa lo mismo.
Pensamos que alguien debe recibir exactamente lo que ha cosechado. Nos molesta cuando observamos que una persona ha tenido una conducta inadecuada y le va bien en la vida.
Nos molesta y lo consideramos injusto, porque pensamos que ese no es el precio que debiera pagar. La Biblia, sin embargo, no presenta así las cosas. El precio justo por nuestros pecados sería la muerte, la muerte de todos y cada uno de nosotros.
Desnudos ante Dios no somos nada, criaturas despistadas que insisten en hacer las cosas de forma irregular. Lo legal, estrictamente legal, es que muriésemos, pero Dios, sin incumplir la Ley, va más allá de su estructura formal. Dios decide pagar el precio justo porque la justicia divina siempre se abraza con su misericordia. Y, en la Cruz, ese abrazo toma connotaciones históricas.
¿Cuánto cuesta un vestido de salvación? Muchísimo: la vida y la muerte de Jesús. ¿Cuánto, un abrigo de justicia? Otro tanto. Un precio muy alto, que podría parecer una mala inversión cuando se nos mira a nosotros. Pero Dios no ve las cosas así. A él le gusta vernos vestidos, prefiere el blanco por eso de la pureza, y bien abrigados, por eso de cuidarnos.
Es curioso, a Isaías le pasa como a un joven con ropa nueva y de marca, se siente sumamente feliz porque ese vestido y ese abrigo le sientan bien.
Lo cierto es que a todos nos sientan bien los vestidos de salvación porque realzan nuestro porte como hijos de Dios, porque resaltan la elegancia de nuestros modos y costumbres, porque están hechos a medida y son tan calentitos. Y, lo mejor de todo, gratis.