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Templos limpios

Purifícame con hisopo y seré limpio; lávame y seré más blanco que la nieve.

Salmos 51: 7

Imponente se levanta erguida ante la vista de los turistas, una de las catedrales más sobresalientes del mundo. Su dimensión y su belleza hacen única la construcción que llevó cerca de 600 años en quedar concluida. Es la catedral de Colonia, Alemania, en el continente europeo. Durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, sufrió diversos daños en su estructura que más tarde fueron reparados. Sin embargo, sigue en continuo proceso de reparación. Hoy es uno los lugares más visitados por los turistas.

A pesar de ser excéntrica y altamente frecuentada, la catedral de Colonia tiene un defecto: luce negra. La contaminación ambiental y las palomas hacen que sus paredes externas se vean sucias. En un principio no daba esa imagen. Sin embargo, con el paso de los años ha tomado el aspecto de un edificio negro que nadie puede limpiar. ¿Por qué no se pueden lavar las paredes? -preguntamos al guía. Su respuesta me dejó pensando en lo maravilloso que es el poder lavarme todos los días con la sangre de Jesús.

-Sus paredes son de granito, -dijo, y si se lavan se deslavaría también el material; por eso preferimos que se vea negra.

¡No! Nuestra vida no tiene por qué ser como esa catedral, pues nuestro cuerpo es el templo y morada del Espíritu Santo; por lo tanto, es nuestra responsabilidad mantenerlo limpio. Dios nos diseñó limpios, pero continuamente la contaminación en este mundo tizna nuestras vidas. El pecado deja huellas negras a su paso, las noches de llanto desesperanzado manchan las paredes del alma y la naturaleza del hombre por sí sola no se puede limpiar.

Querida amiga, esta mañana no salgas a tus actividades sin antes haber pedido al Espíritu Santo que te lave y te haga pura. La buena noticia es que somos templos hechos por la mano de Dios y él está dispuesto a limpiarnos de la suciedad del pecado. Toda la mugre del pasado hoy puede ser lavada y perdonado nuestro pecado. ¿Cantamos? «Lávame en la sangre del Señor, límpiame de toda mi maldad; ríndote mi vida; hazla, pues, Señor, tuya por la eternidad».

No hay lugar para la suciedad en un templo que todos los días es lavado en la sangre del Cordero.